Titulares Del Corazón

Capítulo 3

Chloe

El aire del campus de Highland High era exactamente igual al de ayer: denso, pretencioso y con ese leve aroma a cera pulidora que solo puede significar tres cosas: dinero, historia y culpa. Me ajusté la chaqueta entallada con el escudo bordado, sintiendo el peso de la tradición en el tartán azul marino de la falda. El uniforme, inmaculado, no era para mí un símbolo de pertenencia; era mi armadura, la prueba de que mi madre, Lorena, había triunfado dándome lo que ella no tuvo: seguridad. Y esa armadura no se la quitaba nadie.

Caminé rápido hacia la biblioteca, ignorando el murmullo de los pasillos llenos de niños prodigio y herederos. La cosa es que, cuando eres la mejor, tienes que actuar como tal. Y ser la mejor implica no detenerse a discutir con idiotas. Lástima que el idiota tuviera la capacidad de aparecer en mi órbita como un asteroide de mala suerte.

Lo vi junto a la pared de cristal de la sección de clásicos. Ethan. Vestía el mismo uniforme que yo, pero en él parecía algo sacado de una sesión de fotos, no una obligación diaria. Tenía el pelo castaño ligeramente desordenado, pero de forma estudiada, y estaba mirando su teléfono con esa media sonrisa que me hacía querer lanzar un diccionario de latín a su cara.

—Chloe, — dijo, sin levantar la vista, como si su teléfono le hubiera dado un aviso de mi aproximación.

Me detuve, manteniendo una distancia prudente. —Ethan. Qué placer verte. Ahora, si me disculpas, tengo un examen de Macroeconomía y prefiero concentrarme en algo que no sea el estado de tu ego.

Él finalmente levantó la vista, sus ojos de un azul intenso brillando con diversión. —El estado de mi ego es excelente, gracias por preguntar. Pero el estado de nuestra presentación conjunta, me temo, es más preocupante. — Se acercó, bajando la voz. —Mira, tienes una reputación. Yo tengo… bueno, una reputación. Juntos, deberíamos crear algo legendario, no un dosier lleno de resentimiento.

—El resentimiento es un subproducto natural cuando tienes que trabajar con un niño de papi y mami que cree que su apellido es una excusa para ser un arrogante, —le espeté. —Los chicos ricos siempre creen que el dinero compra la inteligencia, y se nota, Ethan. A mí me cuesta el doble llegar aquí. A ti te lo sirvieron en una bandeja de plata.

Su sonrisa se desvaneció un poco, y por un momento, vi algo parecido a la irritación genuina. —Asumes mucho, Chloe. Yo no he dicho nada sobre cómo llegué aquí, ni sobre mi familia. — Hizo una pausa y su mirada recorrió mi uniforme, deteniéndose en el pliegue perfecto de mi falda. —Pero ya que estamos siendo transparentes, tú usas ese uniforme, esa perfección forzada, como una máscara para ocultar tu pánico. Pánico de que un día no seas la número uno. Pánico de que un “niño de papi y mami” te supere en algo que de verdad te importa.

Sentí algo parecido a un golpe certero en el pecho. Me había tocado una fibra. —Vaya, — dije, forzando una sonrisa afilada. —Así que también tienes talento para la psicología barata. Es bueno saberlo. Solo asegúrate de canalizarlo en la investigación y no en las estupideces, si quieres que este proyecto llegue a buen puerto. Nos vemos en el aula de estudio a las cinco.

No esperé su respuesta. Me di media vuelta y me fui, el tartán sintiéndose más pesado que nunca.

Al llegar a casa, el dulce caos de mi vida me recibió. Apago el motor de una vez. El ruido cesa y un silencio acogedor, roto solo por el trinar insistente de algún pájaro, me envuelve. Doy un gran suspiro. No importa qué tan terrible haya sido el día de hoy, o qué tan cerca haya estado de estrangular a mi coeditor, ver mi casa siempre me devuelve a tierra.

La llamo mi “Pedazo de Santorini”. Sí, lo sé, es ridículo. Pero la amo. Es una casa que grita que no pertenece aquí, y tal vez por eso me siento tan identificada con ella.

Al acercarme, el blanco de las paredes me saluda, tan puro y cegador que bajo este sol de la tarde casi duele mirarlo. Es el lienzo perfecto para el toque de color que me roba una sonrisa: ese azul eléctrico, intenso y profundo, que uso en el zócalo ancho que recorre la base y en el sencillo portón de metal por donde entraré en un minuto. Es el color del mar que no tengo aquí, pero que me invento.

El cuerpo principal de la casa tiene un aire más local, más cálido, con el techo de tejas de barro viejas que han resistido incontables lluvias. Pero mi lugar favorito, mi pequeña joya, está en la esquina superior: el mirador. Es una torrecita blanca coronada con una cúpula abovedada azul, que parece haber sido sacada de una postal griega. Desde ese pequeño balcón, con su barandilla azul, me siento a tomar café y veo cómo la neblina de la montaña, la inmensa mole verde que nos sirve de telón de fondo se desliza por el valle.

Es una mezcla loca, ¿no? La frescura mediterránea chocando con la tierra y la imponente geografía. Es mi refugio…

Mi madre estaba en la cocina, con el teléfono pegado a la oreja mientras revolvía una salsa de tomate con una cuchara de palo. Vestía un vestido de seda espectacular que contrastaba con su delantal manchado.

—No, Brenda, el cliente no quiere una fuente de chocolate. El cliente quiere elevación, ¡quiere la estética del “menos es más” con presupuesto de “más es más”! ¿Sí? Gracias. Te amo. Adiós. — Colgó con un suspiro dramático.

—Hola, madre, — dije, dejando caer mi mochila junto al sofá.



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En el texto hay: humor amor, egocéntrico, química explosiva

Editado: 14.10.2025

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