Chloe
La Sra. Thorne miró a la chica con indulgencia, pero también con exasperación.
—Sí, Tiffany. La familia Cromwell ha venido con nosotros desde Londres, Ethan. Ella y su familia estarán en la ciudad por unos días —Su madre hizo una pausa dramática, devolviendo su mirada a la lencería morada, y luego miró a Ethan. Era una de esas miradas cómplices y gélidas que decían claramente: esconde la evidencia de la otra, ahora.
Ethan captó el mensaje. Con una naturalidad estudiada, se agachó para recoger la camiseta gris de la noche anterior, y en el movimiento, la dejó caer disimuladamente justo encima de la ropa interior, cubriendo el destello violeta con la tela oscura. Tiffany, que en ese momento observaba el techo imposiblemente alto del penthouse, no se percató.
El Sr. Thorne, con su impaciencia característica, intervino:
—Basta de tonterías, hijo. Vístete, saldremos a comer. Pero antes, por lo menos, ofrécenos un café.
—Mejor no, cariño. —La Sra. Thorne cortó a su esposo con una dulzura venenosa. —Tiffany, querida, esperemos abajo mientras Ethan se viste. No queremos perturbar su arreglo personal.
Ethan, por fin, se recompuso. Enderezó los hombros y la expresión de pánico se desvaneció, sustituida por la máscara fría y calculadora que yo conocía demasiado bien en tan poco tiempo. Miró a su madre, luego a Tiffany, y finalmente dejó que sus ojos se posaran por un instante en la puerta de espejo detrás de la cual me ocultaba. Ese único vistazo fue una orden absoluta: Quédate en silencio.
Cuando abrió la boca para hablar, ya no era el adolescente asustado, sino el Thorne en control.
—Bajaré en diez minutos.
Luego, miró su camiseta donde yacía mi ropa interior que su madre señalaba con la mirada, y una sonrisa lenta y peligrosa se extendió por su rostro. Fue la sonrisa de un depredador que acababa de encontrar una salida, aunque supusiera mentir a todos en la habitación.
—No es nada, madre —dijo Ethan, con un tono bajo, casual y aburrido, como si la lencería fuera un recibo viejo—. Una broma.
Desde mi oscuro escondite, sentí esas dos palabras como una puñalada directa en mi estómago. Una broma. En un instante, todo lo que había sucedido entre nosotros —mi vergüenza, el acercamiento, el calor electrizante del beso que me hizo cuestionar toda mi vida— se redujo a una anécdota sin valor. Él me acababa de reducir a un juego, a una pieza olvidada que podía desechar sin pensarlo dos veces. El dolor de cabeza se intensificó, pero era insignificante comparado con la punzada aguda y repentina en mi pecho. Qué estúpida fui al creer, por un segundo, que había algo.
Tiffany frunció el ceño. —¿De qué hablan...?
Pero él la interrumpió con un movimiento brusco, desviando la conversación.
—De nada en particular, cariño —dijo Ethan, tomando a Tiffany del brazo con una firmeza que no admitía preguntas—. ¿Me esperan abajo, por favor? Bajo en un momento.
Todos obedecieron. La Sra. Thorne le dedicó una última mirada cargada de advertencia antes de salir. Pero no sin antes que Tiffany se girara, y con una coquetería ruidosa, le plantara a Ethan un segundo beso, mucho más largo y posesivo que el primero.
El corazón me latía con tanta fuerza que estaba segura de que el sonido traspasaba la puerta. Me encogí en el rincón más oscuro del vestidor, apretando la franela de Ethan contra mi pecho, sin moverme, sin respirar.
El clic de la puerta principal al cerrarse retumbó en el mármol, seguido por un silencio que se instaló, tenso y peligroso.
Apenas un segundo después, Ethan estaba de pie frente a la puerta corrediza del vestidor, sus ojos fijos en el espejo. Su respiración agitada era el único sonido en el vasto y lujoso espacio. Me estaba mirando, aunque no podía verme. Podía sentir el calor de su ira y su alivio.
Lentamente, deslizó la puerta.
Ethan
El último clic de la cerradura fue música para mis oídos. Era la señal de que el peligro inmediato había pasado, reemplazado solo por una amenaza latente: la que acechaba en mi vestidor.
Mis pulmones ardían por el esfuerzo de la actuación, la mentira y el control que tuve que ejercer. Tiffany. Mierda. Mis padres la habían traído para recordarme mis “obligaciones” sociales. Ella era la prueba de que mi vida en Highland High era solo un desvío temporal de la ruta trazada por el apellido Thorne.
Me acerqué a la puerta de espejo del vestidor, observando mi reflejo. El pánico se había ido, sustituido por la rabia de la interrupción. Lentamente, deslicé la puerta.
Chloe estaba encogida en un rincón, un ovillo tembloroso de vergüenza y furia, con mi franela gris engulléndola. Su cabello, usualmente tan pulcro, era un nido desordenado. Me miró, y aunque sus ojos estaban vidriosos, no había lágrimas. Solo una intensidad que me golpeó como una bofetada. ¿Por qué?
—Sal de ahí —ordené en voz baja, mi propia voz áspera. Tenía diez minutos para vestirme y enfrentar a mis padres. Diez minutos para neutralizar esta bomba de relojería llamada Chloe.
Ella se levantó, su altura, incluso con la cabeza gacha, seguía siendo intimidante. Al moverse, un sonido agudo y repetitivo llenó el vestidor.