La vida, pensé, es una serie de decisiones tomadas mientras intentamos no destrozarnos del todo. Mi última decisión fue un tsunami emocional. Fue la que tomé por encima de todo y de todos. Me tomé un año sabático.
Le dolió a mi madre, claro, pero terminó entendiendo que necesitaba encontrar mi propio Norte. Mis abuelos protestaron por el plan de estudios truncado, pero cedieron al escuchar que un año de Yale era solo un año de posposición. Mis amigos, el Club de los 5, me abrazaron con ese cariño caótico que los caracterizaba. —No es huir, es elegirte a ti—, había susurrado Vale.
Y aquí estoy, meses después. El sobre que había guardado, finalmente abierto, contenía un cierre agridulce. Ethan confesaba que, aunque fue rápido, había llegado a sentir algo, pero que su orgullo herido fue más fuerte que cualquier sentimiento. Te perdono, porque sé que, aunque me heriste, tenías un objetivo, y al final es lo que importa. Serás una buena periodista que no temblará al ir por lo que quiere... Esas últimas palabras, lanzadas en ese papel, tendría efecto en mí, si la decisión que había tomado fuera por él o por lo que me dijo, esta vez no era así, necesitaba un tiempo y eso fue lo que hice. Había tomado la decisión de irme, de poner mi futuro en pausa, por lo menos por un año. Ahora, el aire helado de la Gran Muralla China me llenaba los pulmones, y me sentía más yo que nunca. Mis amigos me hicieron prometer que les enviaría una postal por cada kilómetro que sintiera que había avanzado y, mientras garabateo esto en el reverso de una tarjeta con un dragón, sé que esta es la primera vez que realmente avanzo.
Esa postal no fue la única. Los meses siguientes fueron una explosión de colores, ruidos y, sobre todo, sabores que quemaban.
En Vietnam, tuve mi primera epifanía cultural profunda no fue en un templo ancestral, sino en una calle de Hanói mientras intentaba cruzar una avenida. La regla no escrita de cruzar el tráfico de Vietnam es “camina despacio y no te detengas; la masa te rodeará”. Yo, en un ataque de pánico occidental, me congelé justo a mitad de la calle, con un cono de helado de sésamo negro en la mano.
De repente, sentí un empujón firme en la espalda. Un chico alto, de cabello castaño y ondulado y una sonrisa que desafiaba a la gravedad, me agarró del codo.
—¡Muévete, love! A menos que quieras ser parte permanente del paisaje vial —gritó con un acento inglés inconfundible, mientras me arrastraba con éxito al otro lado, justo a tiempo para evitar una bandada de scooters.
Estábamos a salvo, agitados, y yo con el helado derretido goteando por la manga.
—¡Gracias! Pensé que iba a morir. ¿Quién te crees que eres? ¿Mi ángel de la guarda? —jadeé, secándome la frente.
Él se echó a reír, sus ojos verdes brillando con diversión. —Yo soy más el cazador de momentos. Y tú, por cierto, eres un desastre muy elegante. ¿Primera vez en Hanói?
Nos detuvimos en un café. Intercambiamos historias sobre las locuras de nuestros viajes: él, intentando aprender a tejer cestos en Chiang Mai; yo, probando un bánh mì con diez veces la cantidad de cilantro que una persona normal debería consumir. Descubrimos que ambos estábamos en nuestros respectivos “años sabáticos de huida”, buscando reescribir nuestras vidas lejos de las expectativas del mundo.
—Mira —dijo él, bebiendo su café con huevo. —Ambos estamos aquí para reinventarnos, ¿verdad? Y las etiquetas son un peso. Propongo un juego.
—¿Un juego?
—Sí. Viajamos ligeros. Sin nombres. Si el universo quiere que volvamos a encontrarnos, la segunda vez nos daremos nuestros nombres falsos. Si coincidimos una tercera vez, es el destino, y nos damos nuestros nombres reales. ¿Aceptas?
Me encantó la idea. Era el caos puro y divertido. —Acepto. Pero necesito saber una cosa. ¿Cómo te llamo en mi cabeza?
Él pensó por un momento. —Llámame “Cazador”. Porque, aparentemente, cazo momentos embarazosos. ¿Y yo a ti?
—Llámame P —dije, sintiendo un pequeño pinchazo de nostalgia, pero decidiendo darle un nuevo significado. —Por... Piel de Elefante. Porque ya nada me afecta.
En Corea del Sur, Dos meses y cinco países después, me encontraba en Seúl, Corea del Sur. Había cambiado el calor pegajoso de Tailandia por el ritmo frenético y futurista de Gangnam. Estaba en la Biblioteca Starfield, un laberinto de estanterías de 13 metros de altura, sintiéndome minúscula entre tanto conocimiento.
Estaba absorta, intentando traducir la sinopsis de un libro de ficción coreana, cuando escuché una tos familiar.
—Perdona, Piel de Elefante, pero te ves muy inmersa en esa... novela de fantasía sobre un dragón y un empresario inmobiliario.
Me di la vuelta. Allí estaba. “Cazador”. Llevaba un gorro de lana ridículo y un mapa turístico tan grande que parecía un ala delta. Mi corazón dio un brinco, no de romance, sino de la pura y deliciosa incredulidad.
—¡No puede ser! —Exclamé, en voz demasiado alta para el silencio de la biblioteca.
—Tercer continente, ¿quién lo diría? Yo pensé que te habías quedado en alguna playa de Filipinas enseñando yoga a turistas despistados como tú.
—¿Yo? ¿Quién será la despistada aquí?