Chloe
El trayecto en el coche de Ethan fue una clase magistral de tensión implícita. Conducía un Land Rover negro, impecable y robusto, que se abría paso por el tráfico del centro de Londres con una autoridad casi arrogante. Él no encendió la radio. Yo tampoco me atreví a hacerlo.
Miré por la ventana mientras el paisaje urbano cambiaba. Cuando giramos hacia la zona financiera y vi la imponente torre de cristal y acero con el logotipo plateado en la cima, sentí un nudo en el estómago.
London Chronicle.
Ethan detuvo el coche en una calle lateral discreta, desde donde se veía la entrada del personal del edificio. Apagó el motor, pero sus manos siguieron aferradas al volante, los nudillos blancos por la presión.
—Así que lo hiciste —dije, rompiendo el silencio. Mi voz no era de sorpresa por el lugar, sino de decepción por él—. Cediste.
Ethan soltó un suspiro áspero, echando la cabeza hacia atrás contra el reposacabezas.
—No me mires así, P.
—Pensé que nunca lo harías —le recordé, girándome en el asiento para encararlo—. En el instituto, decías que tu padre dirigía el Chronicle como un dictador, que preferías escribir obituarios en un periódico de pueblo antes que ser su marioneta. ¿Qué pasó con el Ethan que quería hacer su propio nombre?
Ethan se giró, y la amargura en su expresión me golpeó.
—Pasó la realidad, Chloe. Pasó que Archie, mi querido hermano mayor y el legítimo heredero de todo este circo, decidió que su alma era demasiado sensible para el negocio de las noticias. Renunció a todo para pintar cuadros y viajar por el mundo.
—Y la corona cayó sobre ti —concluí, entendiendo ahora la tensión perpetua en sus hombros.
—Lord Alistair no acepta un “no” por respuesta, y menos cuando el hijo mayor le da la espalda. Si yo no tomaba el puesto, iba a vender partes de la empresa a un conglomerado que habría despedido a la mitad de la redacción. —Me miró con ojos cansados—. Estoy estudiando mientras dirijo la sección de investigación.
La imagen de Archie, tan libre y ligero esta mañana, contrastaba dolorosamente con el peso que Ethan cargaba.
—Archie... —murmuré, conectando los puntos—. Él se sentía culpable.
Ethan frunció el ceño.
—¿De qué hablas?
—Cuando conocí a Archie... no fue en Londres, Ethan. Fue en Vietnam, hace seis meses.
Ethan se quedó inmóvil.
—¿Vietnam?
—En las calles de Hanoi. Por poco y me atropellan y él me salvó. Él no me dijo su nombre y yo tampoco, no dijimos nada de quien éramos, nada, decidimos no hacerlo, pero si nos volvíamos a cruzar una segunda o tercera vez nos presentaríamos. Y en ese entonces no dijimos mucho, pero me habló de su hermano pequeño. Me dijo que se sentía como un cobarde por haber huido y haberle dejado a su hermano con su padre. —Suspiré, mirando mis manos—. Yo estaba huyendo de lo que te hice, de la culpa. Y él estaba huyendo de la culpa de haberte dejado solo con tu padre.
Ethan miró por el parabrisas, procesando la información. Una risa seca y sin humor escapó de sus labios.
—¡Vaya par de fugitivos! —dijo pensativo.
—No sabía que eras tú —dije suavemente—. Si lo hubiera sabido... tal vez — no supe que más decir.
El ambiente en el coche cambió. La hostilidad al principio se disipó, ahora la melancolía pareciera reinar. Ambos éramos víctimas, a nuestra manera, de las expectativas y los errores.
Ethan se aclaró la garganta, volviendo al modo profesional como si se pusiera una armadura.
—Bueno, ahora estás aquí. Y necesito tu ayuda.
Señaló con la barbilla hacia un café al otro lado de la calle, cerca de una plaza en construcción.
—Tengo una fuente. Un funcionario del ayuntamiento que dice tener pruebas de que se están usando materiales de baja calidad en la construcción del nuevo puente del Támesis, aprobados mediante sobornos. Nos vamos a reunir ahí. Pero mi cara es demasiado conocida. Si me acerco antes de que él se sienta seguro, o si ve a alguien del Chronicle, huirá.
—Necesitas que valide al objetivo —dije, sintiendo el cosquilleo familiar.
—Necesito que uses tus ojos. Mesa tres, exterior. Abrigo gris. Dime qué ves.
Me enfoqué. Era como volver a respirar después de estar bajo el agua.
—Está nervioso —dije de inmediato—. No deja de tocarse el cuello de la camisa. Ha pedido café, pero no lo ha probado. Y su maletín... lo tiene sobre la mesa, no en el suelo. Quiere que se vea.
—¿Un cebo? —preguntó Ethan, mirándome con intensidad.
—Posiblemente. Pero mira sus zapatos. —Entrecerré los ojos—. Zapatos italianos de cuero, suela fina. Y tienen polvo de cemento gris claro en el empeine. Ese polvo es específico de la mezcla de secado rápido que usan en las obras públicas.
Ethan asintió, impresionado.
—Ha estado en la obra recientemente.
—Sí. Pero hay algo más. —Mi mirada barrió el entorno—. Hay un coche sedán negro aparcado en doble fila dos calles más abajo. El conductor no ha apagado el motor. Y el hombre del abrigo gris... acaba de mirar hacia allá por tercera vez en un minuto.