El club Florelli no tenía reloj.
Allí dentro, el tiempo se detenía y la ley moría. Luces rojas se filtraban como sangre por los ventanales opacos. La música subía como un lamento en espiral, mezclándose con el perfume caro, el humo del tabaco ruso y el zumbido constante del pecado. Las mafias no firmaban tratados, firmaban silencios, y Florelli era su altar sagrado.
Don Hugo se sentó en su trono habitual, una mesa en la penumbra, alejada del escenario, pero lo suficientemente cerca como para observar sin ser visto.
No hablaba. Solo bebía lentamente su vodka negro, como si esperara algo... o a alguien.
—Está en escena esta noche —susurró uno de sus hombres, inclinándose hacia él—. La flor italiana.
Hugo no respondió. Solo levantó la vista, y ahí estaba ella.
Flor Sorella.
Bailaba como si el infierno le respirara en la nuca. Lenta, hipnótica, con una expresión que no encajaba con su cuerpo: ojos vacíos, alma ausente. Cada movimiento era perfecto, pero cargado de resignación, como si supiera que estaba bailando para sobrevivir. Vestía rojo, no por elección, sino porque su prometido se lo ordenaba. Un rojo que gritaba pertenezco.
Pero Hugo no lo aceptaba.
Observó cada uno de sus gestos, cada paso cuidadosamente ensayado, no con la lujuria superficial de los demás hombres, sino con el hambre de un depredador que acaba de identificar a su presa y también a su posible ruina.
Ella giró, y por un instante, sus ojos se cruzaron.
Flor lo notó.
Don Hugo no la miraba como los otros. Él no la deseaba como un objeto, él la observaba como si fuera una promesa rota que debía cobrarse.
La música subió.
Flor sintió una punzada en el pecho, una alarma interna que no sabía interpretar. Algo estaba a punto de cambiar. Lo sintió en sus huesos. En la forma en que los hombres del club bajaron la mirada cuando Hugo se levantó de su silla.
Don Hugo no era cualquier hombre.
Era el tipo de monstruo al que se le abrían las puertas sin preguntar. Un emperador sin corona, que no hablaba de guerra... solo la desataba.
Y esa noche, la guerra acababa de empezar.
—Quiero su nombre completo —ordenó, sin levantar la voz—. Y los horarios en los que queda sola.
—¿Está seguro, Don Hugo? —preguntó su escolta, con una sombra de duda.
—Ella ya no es de nadie —respondió—. Ni de Italia. Ni de Francia. Ni siquiera de Dios.
Se bebió el último trago.
Flor bajó del escenario, con la espalda erguida, sabiendo que su danza había sellado su sentencia.
Solo no sabía si sería su salvación… o su condena.
El camerino apestaba a laca barata, rosas marchitas y miedo. Flor se quitó lentamente los pendientes dorados mientras su reflejo, roto en el espejo agrietado, la observaba con ojos cansados. Había algo en esa mirada que le parecía ajeno… algo que ya no le pertenecía.
“Flor Sorella, la prometida del demonio.” Así la llamaban a sus espaldas.
Y tenían razón.
Aquel anillo de zafiro que adornaba su dedo no era símbolo de amor. Era un grillete, una cadena disfrazada de lujo. Una promesa vacía hecha entre dos mundos corruptos: Italia y Francia. Su matrimonio estaba pactado. Su cuerpo, vendido. Su alma, hipotecada.
Ese era su precio para mantener con vida a los suyos.
—¿Cuánto tiempo tengo antes de que venga Enzo? —preguntó al guardaespaldas apostado en la puerta.
—Treinta minutos… tal vez menos. Está en el salón privado, sellando acuerdos con los franceses. Y está de mal humor.
Flor suspiró.
Siempre estaba de mal humor.
Se recostó contra la silla y cerró los ojos. Solo por un instante. Solo para imaginar que seguía siendo la chica que bailaba porque amaba la música, no porque los hombres se relamían viéndola moverse. No porque su futuro esposo ordenaba que se mostrara como una joya, una posesión que él podía presumir.
Pero entonces lo sintió.
La mirada. Fría. Penetrante. Ardiendo en su nuca como un fósforo encendido.
Abrió los ojos.
Él estaba allí.
Don Hugo. Parado junto a la puerta del camerino como si ese fuera su sitio natural.
Nadie lo había anunciado. Nadie lo había detenido.
Simplemente había entrado.
Los dos guardaespaldas se habían hecho a un lado, sin chistar.
Flor se incorporó lentamente, su cuerpo rígido, alerta.
—¿Quién le permitió entrar aquí?
—Nadie —respondió él, sin apartar la vista de ella—. No necesito permiso.
Su voz era grave, sin apuro, como si hablara desde el fondo de una tumba.
Flor tragó saliva. Sabía quién era. Todos lo sabían.
Don Hugo. El Lobo Blanco del Este. El hombre que había reducido dos ciudades a cenizas sin levantar la voz. Decían que había matado con sus propias manos a los que traicionaron su familia. Decían que no creía en la misericordia, que no conocía el amor.
—Si busca una bailarina, hay muchas otras más dispuestas que yo —dijo Flor, forzando firmeza.
—No busco una bailarina —replicó él—. Te busco a ti.
Flor sintió el escalofrío subirle por la columna.
Él no la deseaba como los otros. No la codiciaba. No la miraba como una muñeca de cristal.
La miraba como a una mujer en llamas.
Y él parecía el tipo de hombre que no huía del fuego… sino que lo alimentaba.
—Estás comprometida —murmuró, dando un paso al frente—. ¿Por qué?
—Porque el mundo no me dio opción —respondió con una sonrisa amarga—. Porque mi libertad no vale tanto como un tratado entre mafias.
—¿Y si yo te diera una opción? —preguntó con una calma que dolía.
—¿A cambio de qué? —replicó ella, levantando la barbilla.
—De todo.
Silencio.
Flor se tensó. Don Hugo estaba frente a ella, lo bastante cerca como para tocarla, pero no lo hizo. Su dominio era tal que no necesitaba invadir su espacio para llenarlo.
Su presencia era una maldición silenciosa.
—No sé qué clase de juego cree estar jugando, Don Hugo, pero si Enzo se entera que usted está aquí…
—Me buscará —interrumpió él—. Y cuando lo haga, lo estaré esperando.
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es un libro diferente espero te guste, es un libro que te atrapa al deseo, es un libro de mafia
Editado: 11.08.2025