Título: Entre Fuego y Sombras: La Flor de la Mafia

Capítulo 3: El lobo y la flor

El frío era distinto en Moscú.

No era solo un clima. Era una forma de dominio. Entraba por la piel, pero se alojaba en los huesos, recordándole a Flor, a cada paso, que ya no estaba en su mundo.

Estaba en el de él.

Llevaba tres días encerrada en la mansión de Don Hugo. Una fortaleza de acero y silencio, rodeada de bosque, con guardias que no hablaban y miradas que no preguntaban nada.
Nadie le decía qué hacer. Nadie la amenazaba.

Y eso era peor.

Porque no había un enemigo claro, no había cadenas visibles.
Pero aún así… no era libre.

Flor cruzaba el pasillo principal como si caminara dentro de una jaula invisible. Vestía ropa nueva, cara, elegante… pero no era suya. Nada lo era.
Ni siquiera el reflejo en los espejos.

—La sala está lista, señorita Sorella —dijo una mujer con acento marcado—. El Don la espera.

Flor no respondió. Solo caminó.
Sus pasos resonaban sobre el mármol negro como si el edificio contuviera su respiración.

Las puertas se abrieron sin que ella las tocara.
Y ahí estaba él.

Sentado al centro de una mesa larga como un tribunal. Solo. Con su traje impecable, los dedos cruzados y la mirada fija en ella.

Don Hugo.

El hombre que había destruido una villa para sacarla de ella.
El hombre que no la había tocado una sola vez desde que la trajo… pero que la poseía con su sola presencia.

Flor se sentó al otro extremo.
Silencio.
Tensión.
Electricidad oscura.

—¿Por qué me tienes aquí? —preguntó al fin, sin rodeos.
—Porque aún no sabes lo que vales —respondió él—. Y si vuelves a manos de Enzo, vas a olvidarlo para siempre.

—Tal vez no me importa lo que valgo. Tal vez solo quiero irme.

Él no se inmutó.

—Lo entiendo. Las mujeres rotas siempre quieren huir antes de arder.
—¿Y tú qué sabes de estar roto?
—Lo suficiente como para reconocer otra alma en cenizas.

Flor sintió algo en su pecho. Una furia vieja, contenida, que llevaba años tragándose para sobrevivir.

—Tú no me conoces. No sabes todo lo que he tenido que hacer para mantener viva a mi familia.
—Por eso estás aquí —dijo él, bajando la voz—. Porque tú has sangrado por otros. Ahora sangrarán por ti.

Flor apretó los dientes.
—No quiero ser un arma en tu guerra.
—No lo eres.
—¿Entonces qué soy?

Él se levantó. Caminó hacia ella.
Cada paso resonaba como una sentencia.

—Eres la causa.

Ella tragó saliva.
Él se inclinó, apoyando las manos en la mesa, más cerca de lo que jamás había estado.
Y sus palabras le quemaron el oído:

—Por ti, Flor… voy a quemar el mundo.

Flor cerró los ojos un instante. No por miedo.
Sino porque, por un momento… deseó verlo hacerlo.

Mientras tanto — Roma, guarida de Enzo

—¡¿Cómo diablos la dejaste escapar?! —rugía Enzo, arrojando un vaso contra la pared—. ¡Era tu trabajo! ¡Tu maldito trabajo!

El salón estaba hecho un caos. Papeles, sangre, dos de sus hombres inconscientes en el suelo.
Enzo se había convertido en algo más que un mafioso.

Era una herida abierta con hambre de venganza.

—No la voy a perder. ¿Me oyes? —susurró con rabia—. Esa perra me pertenece. Y ese maldito ruso…

Se interrumpió.
Respiró hondo.
Y sonrió.
No esa sonrisa que usaba para los aliados.

La otra.
La que prometía muerte.

—¿Dónde está su hermana?
—En Milán, bajo vigilancia —respondió uno de sus hombres.
—Tráela.
—¿Va a…?
—Don Hugo quiere jugar con fuego —susurró—. Vamos a prenderle una mecha que no pueda apagar.

Regreso a Moscú — noche, en la mansión

Flor no podía dormir.
El cuarto era enorme, silencioso, lujoso… y vacío.

No por decoración.
Por intención.

Estaba siendo probada. Lo sabía. Hugo la había rodeado de libertad superficial, pero todos sus movimientos eran observados.

Ese era su estilo.
No te encierra con rejas.
Te encierra con la duda.

Flor salió al pasillo. Recorrió la casa descalza. Todo parecía desierto, como si la mansión entera se hubiese construido solo para ella.
Hasta que lo encontró.

Hugo estaba en el invernadero. Solo. Sentado entre las plantas como si no fuera un mafioso, sino un monje de hielo.

—No duermes —dijo él, sin mirarla.
—Tampoco tú.
—Nunca lo hago. No cuando algo me importa.

Flor se acercó.
Se detuvo a un metro de él.
Lo observó por largo rato.

Y entonces dijo:

—No me toques. No me mires así. No me conviertas en tu salvación.
—No necesito una —respondió él.
—Entonces… ¿qué soy?

Hugo se levantó. La miró.
Y esa vez, no hubo palabras dulces.
Solo verdad.

—La única persona que me puede destruir… o convertirme en rey.

Flor sintió la tormenta latir en su pecho.
No era amor.
Era algo más cruel.
Más visceral.
Más inevitable.

Y ella…
…ya no estaba huyendo.

Flor no supo cuánto tiempo estuvieron en silencio. Él, de pie entre las sombras de las plantas; ella, en medio del invernadero, donde el calor de las lámparas no lograba derretir la escarcha que había en su piel.

—No puedes decidir por mí —dijo al fin, con un hilo de voz.
—Ya lo hice —respondió él—. Y lo volvería a hacer.

Flor retrocedió un paso, no por miedo, sino por rabia.

—¡Entonces eres igual que Enzo!
—No. Yo no te vendí. Yo te salvé.
—¡No me pediste permiso!
—Porque no lo necesitaba —dijo, acercándose—. No cuando estabas muriendo por dentro y nadie hacía nada. Ni siquiera tú.

Flor lo abofeteó.

La palma de su mano chocó contra la mejilla de él con un sonido seco.
Sus dedos temblaron.
Él no se inmutó.

No respondió.
No la tocó.
Solo la miró.

—¿Te sientes mejor? —preguntó.




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