La habitación de reuniones estaba en silencio.
Solo se oía el zumbido eléctrico de las luces y el latido acelerado del corazón de Flor. Frente a ella, Don Hugo sostenía el teléfono entre los dedos como si fuera un arma. Nadie se atrevía a hablar.
—No me dejes fuera —dijo Flor, al fin.
Hugo alzó la vista, sus ojos de hielo fijándose en ella como cuchillas.
—No voy a discutir esto.
—No estoy pidiendo permiso.
Las palabras salieron de su boca con más fuerza de la que ella pensó que tenía. Aún temblaba por el video, por la imagen de su hermana manchada de sangre, por la voz de Enzo metiéndose como veneno entre sus costillas. Pero en medio de todo eso, había algo más feroz naciendo dentro de ella: fuego.
—No es un juego, Flor.
—¿Crees que no lo sé? —susurró, caminando hacia él—. ¿Crees que ver a mi hermana rota en una pantalla me pareció un espectáculo? ¿Que ahora voy a quedarme en una habitación como una prisionera de lujo mientras tú haces lo que se supone que yo no debo hacer?
Hugo se quedó quieto.
Flor se acercó más, sin miedo.
—Si me dejas aquí, vas a encontrarme en la carretera. Te lo juro por Dios, voy a seguirte. No puedes protegerme de todo.
—Puedo protegerte de eso —dijo él, la voz apenas un gruñido—. No sabes lo que es un rescate en campo hostil. Enzo no va a matar a tu hermana… no sin que tú lo veas. Esto es una carnicería emocional.
—Entonces llévame a ver.
—¿Qué?
—Llévame —repitió ella—. Quiero ver de frente al demonio que una vez creí que me amaba. Quiero verlo temer al tuyo.
Un silencio se quebró entre ambos.
Dimitri se removió incómodo. Uno de los hombres tosió a lo lejos.
Pero Hugo no se movía.
Y entonces habló, como si arrancara la decisión de sus propias entrañas:
—Te quedas cerca de mí. No discutes. No miras atrás.
—Hecho.
—Y si te tocan… —añadió, con la voz baja y cargada— juro que quemo el continente.
Flor asintió.
Estaba lista.
Aunque todo dentro de ella gritara lo contrario.
Dos noches después — Bulgaria, frontera abandonada
El convoy se detuvo frente a una vieja fábrica con el símbolo de la Unión Soviética aún oxidado sobre la entrada. Tres camiones, cinco SUV negras, diez hombres armados, y en medio de todo, Hugo bajando del asiento con el abrigo largo ondeando como una sombra viva.
Flor salió tras él, con el cabello recogido, pantalón negro, blusa cerrada, rostro firme.
—Estás pálida —le susurró Hugo.
—Es el frío.
—Es el miedo.
—¿Y tú no tienes?
—Sí. Por ti.
Ella no respondió.
La fábrica estaba en ruinas, pero Hugo lo sabía: Enzo no elegía lugares por azar. Cada ladrillo era una trampa. Cada sombra, una amenaza. Y si su hermana aún estaba viva… sería en el centro.
Entraron.
Las linternas se encendieron. El polvo se alzó como ceniza antigua.
—Hay movimiento térmico al fondo —susurró Dimitri por radio—. Piso tres. Dos figuras humanas. Una parece inmóvil.
Flor contuvo el aliento.
—Vamos —dijo Hugo.
Subieron las escaleras. Los pasos eran como ecos fantasmales. Flor se mantenía pegada a Hugo, sintiendo su calor como una muralla viva.
Cuando llegaron al tercer piso, vieron la puerta.
Y escucharon la risa.
Una voz surgió de los altavoces colgados en el techo, distorsionada por el metal oxidado.
—Hugo… Hugo… Hugo… qué caballero. No sabías que me gustaba el teatro.
Flor lo reconoció.
Enzo.
—Y trajiste a la flor. Qué dulce. Espero que tengas cámaras también, ruso. Porque esto merece un recuerdo.
Hugo no habló. Solo alzó el arma.
La puerta se abrió sola.
Dentro, una silla.
Una figura atada.
Y un hombre con un arma detrás.
—¡La tocas y te mueres! —gritó Flor.
El hombre se giró. No era Enzo.
Un peón.
El disparo de Hugo fue limpio. Preciso.
Un agujero en la frente.
Flor corrió hacia su hermana. Estaba viva, apenas consciente.
—Estoy aquí, estoy aquí… —murmuró, rompiendo las cuerdas, abrazándola como si fuera lo único que quedaba en el mundo.
Pero el infierno no había terminado.
Las luces parpadearon.
Un pitido sonó.
—¡Bomba! —gritó Dimitri.
—¡Salgamos! —ordenó Hugo.
Flor tomó a su hermana. Hugo la cargó. Corrieron escaleras abajo.
Una explosión los alcanzó en el segundo piso. El mundo tembló.
Piedra, fuego, polvo.
Flor gritó. Hugo la cubrió.
Cuando salieron, todos estaban llenos de sangre y tierra.
Pero vivas.
Las dos.
Flor se abrazó a su hermana.
Y luego lo miró a él.
Don Hugo, cubierto de polvo, con una herida en la ceja, la respiración pesada.
Él se acercó. La miró.
—¿Estás bien?
Ella lo abrazó.
Sin palabras.
Sin deseo.
Solo un abrazo de alma rota.
Hugo se quedó quieto un momento.
Y luego… la sostuvo.
Como si ya no pudiera dejarla ir.
Las luces de la ambulancia improvisada parpadeaban mientras la caravana escapaba entre caminos de tierra y neblina. Hugo viajaba en la parte trasera de la SUV blindada, el brazo vendado, una línea de sangre seca en la mandíbula. Pero su mirada… no estaba en la herida. Estaba en ella.
Flor sostenía la mano de su hermana mientras su cuerpo temblaba. Los paramédicos rusos hablaban en voz baja, pero sus palabras eran demasiado técnicas para disfrazar lo obvio: habían llegado tarde. Demasiado tarde para que todo saliera limpio. La hermana de Flor tenía fracturas, moretones, heridas internas. Respiraba. Pero no hablaba.
—Va a vivir —dijo Hugo por fin, como si la muerte pudiera ser negociada con su voz—. Lo juro.
Flor lo miró. Sus ojos estaban rojos, pero secos. Había pasado el punto de llanto. Ahora era roca y acero.
—Gracias por no dejarla.
Hugo desvió la mirada. No soportaba ese tono en su voz: la mezcla de gratitud y rabia, de debilidad contenida, de necesidad. Como si ella misma se odiara por agradecerle.
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es un libro diferente espero te guste, es un libro que te atrapa al deseo, es un libro de mafia
Editado: 11.08.2025