Título: Entre Fuego y Sombras: La Flor de la Mafia

Capítulo 5: Espinas en la jaula

El jet privado descendió en las afueras de Nápoles con la discreción de un crimen bien hecho. Nadie sabía que Flor Sorella había regresado. Nadie, excepto aquellos cuyas manos estaban manchadas de traición y poder.

—No te separes de mí —ordenó Hugo mientras ajustaba los puños de su abrigo negro—. Esto no es tu hogar. Esto es una trampa disfrazada de recuerdo.

—Ya no tengo hogar —respondió Flor, sin mirarlo—. Solo cuentas pendientes.

El aeropuerto privado era silencioso, frío, como un mausoleo de concreto. Una limusina los esperaba, sin placas, sin historia. Dentro, un traje negro les ofreció dos teléfonos, una pistola pequeña y un mapa con puntos marcados en tinta roja.

—¿Y mi plan? —preguntó Flor, tomando la pistola sin dudar.
—Tu plan es seguir viva —respondió Hugo—. El mío es que él muera.

Flor se giró hacia él con una chispa en la mirada.

—No te equivoques, Don Hugo. Yo no soy tu flor para cuidar. Si vuelvo a esa casa es porque quiero arrancarle el corazón a quien la llenó de espinas.

Él la miró con algo que no era aprobación. Era fascinación.

Pura.

Oscura.

Violenta.

La mansión de los Sorella no había cambiado. El mármol seguía reluciente, los jardines perfectamente recortados, la fuente central goteando como si el tiempo jamás hubiera pasado.

Pero Flor sí había cambiado. Ya no caminaba temblando por los pasillos. Ahora cada paso era un desafío, cada mirada una amenaza silenciosa.

Hugo y dos de sus hombres se ocultaban en una casa vecina, conectados por radios codificados. Él se negaba a dejarla entrar sola, pero Flor insistió. Si Enzo sospechaba algo, todo se arruinaría.

—¿Estás armada? —preguntó Hugo por el canal interno.
—En más de un sentido —susurró ella, ajustando la daga oculta en su muslo.

Entró.

Y el infierno la recibió con rosas negras.

—Flor. —La voz de Enzo fue como una serpiente deslizándose en terciopelo—. Mi bella prometida. Volviste.

Ella no sonrió.

—Tenía asuntos que cerrar.

—¿Tu hermana?

Flor no respondió.

Enzo avanzó hacia ella. Alto, elegante, con un aire de propiedad que le hervía en la piel. Le tomó la mano, la besó sin permiso.

—Pensé que después de tu desaparición, ibas a necesitar castigo —murmuró cerca de su oído—. Pero verte así, tan hermosa, tan llena de fuego… me hace pensar que el castigo será otro.

Flor tragó saliva.

—Permíteme subir a mis habitaciones. Necesito cambiarme.

—Como quieras, mia rosa. Pero recuerda… todas las puertas aquí, me pertenecen.

Una hora después, en la antigua habitación de su infancia, Flor se arrodillaba frente a una baldosa suelta. Con cuidado, la levantó y extrajo una caja metálica. Dentro: una llave. Un USB. Y una carta sellada con sangre seca.

—Lo tengo —susurró al canal—. Repito, lo tengo.

Pero el silencio fue su única respuesta.

—¿Hugo?

Nada.

—¿Maldito seas, respóndeme!

Y entonces lo sintió. No por los oídos, sino por la piel: el sonido de las puertas cerrándose. De pasos subiendo. De la respiración de una bestia contenida.

Enzo.

Flor giró sobre sus pies, escondiendo la caja en la doble tela del vestido. Abrió la puerta. Enzo estaba ahí.

—¿Buscabas algo?

—Solo recuerdos —respondió con voz firme.

—¿Recuerdos… o traiciones?

Flor sonrió.

—¿Tú puedes hablar de traición? ¿Después de usar a mi hermana como escudo?

Enzo alzó la mano. Flor no retrocedió.

—Hazlo —le dijo—. Golpéame. A ver si después puedes mirar a tu reflejo sin vomitar.

Pero él no la golpeó.

Solo la empujó hacia dentro y cerró la puerta.

—Estás jugando con fuego.

Flor sacó la daga, apuntándole al cuello.

—Y tú estás por quemarte.

En la casa vecina, Hugo arrojaba muebles. Los sistemas de comunicación habían sido cortados. Interferencia. Alguien del círculo de Enzo había detectado su presencia. El operativo estaba en peligro. Flor, sola. Él, a punto de perder la cabeza.

—Entramos ya —ordenó.

—¿Y el protocolo?

—Que se joda el protocolo. Si ese bastardo le pone una mano encima, no queda piedra sobre piedra.

Flor mantuvo el arma en alto.

—No me toques.

Enzo avanzó con calma. Desarmado. Pero con ese veneno invisible que siempre usó con ella: control.

—¿De verdad crees que él va a salvarte? ¿El ruso? ¿Hugo?

Flor no parpadeó.

—No necesito que me salve. Solo que me cubra mientras yo te entierro.

Y entonces, el disparo.

No vino de ella.

No vino de Enzo.

La ventana estalló. Una bala, directa al hombro de Enzo.

—¡Tírate! —gritó la voz de Hugo desde la radio, activada de nuevo—. ¡Ya estoy dentro!

Flor se lanzó al suelo. Enzo sangraba, gritando de rabia. Pero no muerto.

Ella gateó hacia la caja. Guardó la daga. Saltó por la ventana rota, cayendo sobre el césped.

Hugo la alcanzó en segundos, su mano alrededor de la suya.

—¡¿Estás bien?!

—¡Sí!

—¡Entonces corre!

La huida fue un caos de balas, gritos, alarmas. La mansión ardía en uno de sus extremos. Los hombres de Enzo, confundidos. Hugo, furioso. Flor, viva. Viva como nunca antes.

Una flor en el fuego.
Una bala más cerca del fin.

Y un enemigo que, ahora sí, la quería muerta.

El césped estaba mojado, frío, y bajo los pies de Flor parecía más un campo de batalla que un jardín abandonado. La luna, oculta tras nubes pesadas, apenas iluminaba su figura mientras corría, jadeando, con el corazón desbocado.

Hugo la seguía, moviéndose entre sombras como un depredador hecho de acero y furia. No soltaba su mano; no le permitía caer.

—¡Rápido! —gruñó, arrastrándola hacia la SUV—. Más hombres vienen.

Flor sintió la bala de adrenalina que la mantenía viva, pero también la llama lenta de la rabia por la precariedad de todo. Por su hermana herida, por su familia rota, por ese hombre que la había arrastrado de nuevo a un infierno sin promesas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.