Toc - Trastorno Obsesivo Compulsivo

Paso 3

Nino

El fin de semana que siguió a mi fallido intento por conocer a Manu, confirmé que Tomás me odiaba. Por desgracia, debo reconocer también que merecía todo su rencor, pues desde el mismísimo lunes en que nos vimos en la facultad, comencé a insistir para que me invitara una vez más a su casa, aunque como era de esperar, no hubo promesa o argumento que lograra convencer a mi amigo: juré que tendría cuidado, que no cruzaría palabra con su hermano y, si era necesario, ni siquiera lo miraría. Mis motivos no eran un misterio. Solo deseaba una oportunidad más con él, pero Tomás no estuvo de acuerdo, y nunca logré adivinar si su negativa era motivada por celos o por la responsabilidad que sentía de proteger a Manu. Por esos días, solo estaba segura de una cosa: Tomi me quería lejos de ahí.

Sin embargo, darme por vencida nunca fue algo sencillo para mí y, por gracia del destino, y como todo aquel que me conociera sabía, la timidez no estaba dentro de mis atributos, por lo que la única solución posible estaba a nada de ser real: debía auto-invitarme, y probar a esa familia que era una mujer de fiar. Por ello, aquel viernes mi propósito fue uno distinto. Esa tarde no me vestí para salir a beber o a bailar, pero busqué entre mis vestidos el más hermoso: el que usaba para cantar cuando aún Tomás, Francisco y yo éramos parte de la misma banda. El resultado siempre era favorable cuando vestía esos maravillosos lunares blancos que adornaban la tela oscura, y más cuando ataba mi cabello largo y rebelde en una exagerada cola. Sumen a ese look formidable mis labios maquillados con un fucsia que podía ser reconocido desde la otra punta de la ciudad, y voilà, misión cumplida. Lo siguiente fue atravesar el río sin tanto glamour, utilizando mi descuento de estudiante en el pasaje de la micro, la que parecía derrumbarse cada cien metros.

En minutos, me encontré frente a la casa de Manu, con mi mejor tenida y ni una pizca de vergüenza. Rogando porque Tomás no me eliminara de sus contactos por mi comportamiento, toqué el timbre, y en cosa de segundos lo tuve frente a frente, sorprendido, molesto, y sin intenciones de dejarme entrar.

—¿Nino? ¿qué haces aquí? —preguntó al verme.

Ya casi había asumido mi derrota, por lo que mi plan era inminente: de forma astuta y rápida, me metí a su casa y desde dentro le rogué una oportunidad. Tomás dudó, pero creo que le causó algo de gracia verme tan decidida, porque finalmente decidió aceptar y colaborar con mi misión, no sin antes darme el sermón que desde un comienzo debí conocer.

—No lo toques, Nino, ni toques sus cosas —susurró, antes de que ambos entráramos a la sala—. ¡Mamá, una invitada a almorzar! —gritó hacia la cocina, con un no muy disimulado énfasis en que de invitada no tenía nada.

Claudia, atónita, asomó su cabeza por la puerta para verme, reflejando en su rostro la mezcla de agradecimiento y lástima que mi presencia le producía. No era difícil suponer lo que pensaba, pues nada podía asegurarle que valía la pena arriesgar la cierta estabilidad de su hijo por una niña entrometida como yo. Su corazón de madre sabía que si todo terminaba mal, se enfrentaría a un escenario que no deseaba volverá ver. ¿Pero y si acababa bien? ¿Y si poco a poco lograba a sacar a Manu de su encierro?

Claudia se acomodó el cabello, limpio sus manos en el delantal de cocina que llevaba puesto y sonrío con esfuerzo.

—Ya casi está listo el almuerzo —dijo, y me invitó a pasar.

Me estaba dando una oportunidad, y no iba a defraudarla. Antes de entrar a la cocina en dónde se ubicaba el comedor de uso diario, le agradecí de forma honesta para asegurarle tácitamente que cuidaría de su hijo. Con extremo cuidado me senté, procurando no volver a ubicarme en el lugar de Manu. Una vez allí, respiré profundo, recordé por completo el protocolo y me concentré en no repetir la escena de la semana anterior. Claudia y Tomás se miraron para buscar la aprobación del otro antes de llamar al que parecía ser el consentido de la casa. Oí sus pasos, la puerta de su habitación cerrarse, y su andar pausado por la escalera, a un ritmo tan diferente del que mi corazón tenía.

No conté los segundos, pero puedo asegurar que el mundo se detuvo cuando atravesó el umbral de la puerta con su caminar suave y algo torpe. Estaba igual de hermoso, con unos jeans que a mí no me habrían entrado ni aunque embarrara mi cuerpo en mantequilla. Sí, me fijé en su ropa, en la camisa a cuadros que llevaba y en esa camiseta blanca que lo hacía parecer un niño bueno, y me recriminé por eso. Yo no era una persona que se dejara llevar por el aspecto de un hombre, pero es que era inevitable no perderse en la hermosura de ese ser humano. Además, ¿qué otra cosa podía decir sobre él si no lo conocía? Claro que podía estar idealizándolo, pero me daba igual. Su imagen perfecta, se grabó en mi retina para siempre.

Intenté sonreír, pero Manu me miró evitando mis ojos, solo para comprobar que no ocupaba su lugar. No dijo nada, pero se sentó a mi lado, derecho y elegante. Su madre le sonrió con ternura, Tomás se ubicó frente a mí y la rutina comenzó. Claudia se volteó para servir la comida, y yo, aproveché de saludar.

—Lo lamento, pero no me había podido presentar. Soy Ninoska, puedes decirme Nino.

Manu se volteó en cámara lenta, impresionado, y sonrió. Sonrió. ¡Sonrió! Y la perfección de sus dientes iluminó su rostro. Me sentí diminuta ante su expresión, y noté que tanto Tomás como su madre, estaban igual de extasiados al verlo. Quise preguntarle qué le sorprendía tanto, por qué se sentía tan feliz con un simple saludo, pero me contuve. Tenía que ser prudente si deseaba verlo sonreír una vez más.

—Manuel —respondió.

Su temblorosa voz llenó mis oídos. Era dulce, gruesa y tímida. Lo agradecí, aunque junto al resto de su expresión me sugiriera, de forma suave, que no deseaba hablar más. Claudia me sonrió agradecida, y extendió un plato hacia mí.




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