Manu
A pesar de la evidente incomodidad que le provocaba a Tomás y Nino tenerme entre ellos, la tarde en que conocí a sus demás amigos resultó ser más que agradable. Es más, yo mismo me sentía orgulloso por ser capaz de compartir con esas personas que en mi vida había visto —y que jamás habría conocido de no ser por Nino—, y casi podría asegurar que Nino también lo estaba. Aun así, lo maravilloso de todo lo ocurrido, fue que se repitió cada vez con más frecuencia. Poco a poco, tomando todo el tiempo que necesitara, y sin ninguna presión de por medio, redescubrí el autocontrol que yacía escondido en mi interior para empezar a retomar la vida que había perdido. Todo fue gracias a ellos y la paciencia que tenían cuando se trataba de mí. Así, cuando el grupo decidía reunirse, siempre me incluían, y yo, por supuesto, me presentaba en el departamento de Nino un par de horas antes con la excusa de sentirme más tranquilo si podía tomar una ducha y cambiar mi ropa antes de verlos a todos, aunque el motivo exacto no era ese con honestidad, sino la forma en que ambos disfrutábamos abiertamente de la presencia del otro, hablando o riendo, siempre con cuidado de no tocarnos ni pasar a llevar los límites que fui instaurando para lograr desenvolverme con cierta normalidad.
Uno de aquellos días en que el grupo de amigos compartía unas cervezas, conmigo de espectador, Tomás tuvo una descabellada idea:
—He estado pensando muy seriamente en celebrar mi cumpleaños, ¿no creen que hemos estado muy aburridos el último tiempo? –peguntó, observando a todos los presentes, pero centrando su atención en mí.
No sé si se refría a que era yo la causa del aburrimiento del último tiempo, o me miraba porque sabía que era muy probable que me opusiera su descabellada idea.
—Podríamos usar tu casa Nino —propuso Francisco, saboreando la espuma que rebalsaba su vaso.
Francisco y Nino compartían una estrecha amistad, por lo que ofrecer aquel departamento le resultaba lógico, considerando que hasta hace un par de meses las fiestas eran recurrentes en él.
—O podríamos usar tu casa, ¿qué te parece Manu? —agregó Elisa, con una mirada que no logré descifrar.
Cada vez que ocurría algo que no entendía del todo, observaba a Nino para guiarme un poco por su reacción, pero ella por desgracia, no estaba atenta.
¿Una fiesta en mi casa?
Escuché la propuesta, e imaginé que si éramos los mismos de siempre no tendría por qué existir problema alguno, y acepté. Los chicos celebraron, por lo mismo, aunque más tarde pasé largo rato arrepintiéndome por ello, ya no podía retroceder. Me asustaba, eso es cierto, pero de alguna forma decidí que ya no deseaba ser el raro en ese grupo que me admitía sin mayores dificultades. Todos se estaban acostumbrando a estar conmigo, y pasar el rato junto a ellos me encantaba. Nunca había tenido la oportunidad de tener amigos, alguien con quien hablar o compartir más allá de mi hermano o mi madre, así, sin nada más qué poder hacer al respecto, me preparé mentalmente para ser parte por primera vez de una fiesta.
Como siempre, segundos antes de que el nerviosismo me traicionara, Nino golpeó a mi puerta, hermosa como siempre y llena de colores. Su sonrisa gigante en la entrada de mi habitación era mi momento preferido cada vez que ella me visitaba. Nino sonrió al verme arreglado y dispuesto a bajar a pasar un buen rato con todos los demás, y me invitó a salir de mi cueva. Escuché las risas en el primer piso junto a las voces elevadas por el volumen de la música, el sonido de los vasos al brindar, y para mi sorpresa, no estaba temblando. Al contrario, podía sentir el deseo de unirme a sus conversaciones y reír junto a ellos. Estaba entusiasmado por ser parte de la vida real, aquella que se desarrolla más allá de mi radio de seguridad.
Nino retrocedió y la seguí, para bajar despacio, con el fin de alargar el preciado tiempo de soledad junto a ella por algunos minutos más, observándola de reojo tararear las canciones que sonaban en la planta principal. Lo hacía tan lindo, tan suave.
—¿Te gusta la música Manu? —preguntó ella, rompiendo el silencio. Sentí con la cabeza para no interrumpirla, pues tras escucharla, mi voz no parecía más que una blasfemia del universo. Le sonreí, y nuestras miradas se cruzaron—. ¿Qué música? —agregó entonces.
Ella devolvió la sonrisa. ¿Qué tan idiotas nos habremos visto sonriéndonos así? Quiero decir, éramos adultos, no unos niños de la escuela.
—No lo sé, hace mucho que no escucho nada. Esta era una casa silenciosa, antes de ti —dije, para burlarme de ella, quien solo carcajeó divertida por mi comentario.
—A mí me gusta mucho, me gusta cantar. Antes lo hacía, ¿te había contado?
—No, no lo sabía. ¿Por qué ya no lo haces?
—No tengo con quién —respondió Nino, con un poco de melancolía en sus palabras—. Teníamos una bandita con Francisco y Tomás, pero tu hermano dejó de tocar y nos abandonó para siempre.
Guardé silencio y toda mi alegría dejó de ser tan evidente. ¿Cuándo había dejado Tomás de sentir agrado por la música? Había pasado tanto tiempo ensimismado cuidando de mí mismo que no lo había notado. Me sentí una persona horrible, egocéntrica y poco solidaria. Pero no solo eso, mi mente, que acostumbraba traicionarme, me recordó el instante en que conocí a Nino... ¿No estaban ellos dos, juntos, el primer día que nos vimos? ¿qué hacía exactamente junto a mi hermano? ¿algo había pasado entre ellos?
Sin quererlo, para cuando los dos estuvimos abajo, yo ya no tenía las mismas ganas de hablar. Y el ver como en todo el salón había gente que no conocía, no ayudó en absoluto. Ya no éramos seis, sino cientos, miles de personas, aunque en la realidad no eran más de treinta. Treinta seres que jamás había visto y que se abalanzaban sobre Nino para saludarla mientras ella reía, los abrazaba y besaba en la mejilla en forma cariñosa. Por desgracia, no pude seguir a su lado, por lo que voluntariamente me mantuve en un rincón, lejos del gentío desde donde podía seguir a Nino, que iba en busca de cerveza. En ese pequeño camino, su risueño rostro joven se detuvo hablar con casi todos los invitados. Creo que incluso la envidié un poco. ¿Y cómo no, si ella era fantástica?: tomaba su cerveza riendo, sin importarle si su labial se salía, no le avergonzaba reír hasta llorar, ni temía que la abrazaran todas esas personas, ni le preocupaba que tomaran su cabello para decirle lo bien que le quedaba su nuevo color rojizo. A Nino nada le importaba, y en ese minuto supe que difícilmente sería capaz de lidiar con ello.