Manu
Esa mañana desperté temprano, mucho más de lo que acostumbraba, ideando la mejor forma preguntar a mi hermano sobre su relación con Nino para luego poder visitarla, ya con un panorama más claro de lo que sentía y de lo que tenía permitido sentir. Nervioso golpeé su habitación, pero Tomás ya no estaba en casa, y lo único que podía pensar era que estaba con ella.
Volví a mi alcoba, caminé una y otra vez por ella para reunir el valor para ser consecuente con mis decisiones, pero estaba costándome más de lo esperado. Pero le había gritado a Nino, y ahora Tomás estaba junto a ella. Tenía que lograrlo, debía ser capaz de salir solo. Lo primero, sería disculparme con Nino, y no podía ir acompañado de mi madre, pues acababa de ser destituida de su cargo de guardiana. Me miré al espejo, y con todo el valor que logré reunir, me aventuré a tomar locomoción y llegar hasta la calle donde se ubicaba el departamento de Nino, desde dónde observé la silueta de Tomás entrar.
Mi cuerpo entero entró en pánico. Quise correr y detenerlo, gritarle que se apartara de ella, que no la necesitaba como yo, que no la alejara de mi lado. Decidido me planté en la puerta, iba a exigirle que fuera honesto conmigo y que me contara con detalles lo que lo unía a ella, aun cuando no fuera capaz de soportarlo. Respiré profundamente, y con la valentía que jamás tuve, me quedé de pie frente a la puerta de acceso.
Era un cobarde. Si hubiese sido un niño, habría sido incluso un acto de ternura, pero era un adulto miedoso e indeciso, que ni siquiera fue capaz de huir. Ahí, esperando a que mi hermano terminara de abrazarla, conté dos horas, nueve minutos y treinta y cuatro segundos, hasta que Tomás salió de ahí, me miró sin asombro y sonrió.
—Hermano, ¿vas entrando? —preguntó.
Yo volví a quedarme inmóvil. Tenía las mismas ganas de llorar que de gritarle que no volviera a tocarla, que Nino era un salvavidas para mí y que si me la arrebataba, volvería a hundirme tan profundamente que me aterraba. Sin embargo, ninguna palabra brotó de mis labios. Por un momento, olvidé que éramos hermanos, y que entre nosotros no siempre eran necesarias las palabras.
—Hermanito —dijo—, te entregué a Nino el día que te vi sonreír. Mejor te apuras, porque te está esperando desde ayer.
No conozco la forma correcta de describir el alivio que sentí en mi cuerpo al escucharlo, pero fue tal el consuelo, que mientras lo abrazaba, comencé a llorar. Era un ser humano adulto y cobarde, pero afortunado como ninguno.
—No le cuentes esto —murmuré, una vez que recobré el aliento.
Tomás osó despeinarme y luego me recordó que una algo loca pelirroja me esperaba. Subí corriendo, sin tocar los pasamanos, golpeé la puerta y me encontré con una Nino de ojos tristes, y eso, yo no lo podía permitir. Menos cuando era por mi culpa.
Ella sonrió con amabilidad, y fue su sonrisa la que me dio el valor para acercarme despacio, acortar la distancia que nos separaba, y apoyar con total calma mi cabeza sobre su pequeño hombro.
Nino respondió con silencio en su boca, pero no en su corazón, que latía con fuerza como la primera vez que nos abrazamos.
—Gracias —murmuré.
Ella no se movió, permitiéndome disfrutar de su cabello despeinado cayendo sobre mi frente, haciéndome cosquillas, y deleitándome con un suave olor a arándanos.
—¿Me vas a rechazar? —preguntó ella.
Feliz le habría dicho que no, que jamás la rechazaría, pero llevaba menos de un día tratando de vivir como un adulto. No era capaz de asumir una relación distinta a la que ya teníamos. No podía apresurarme, porque las caídas tendían a costarme más de lo que pudiera imaginar.
—Sí, lo siento mucho —me excusé.
Nino suspiró, y su aliento cálido rozó mi nuca para erizarme la piel del cuerpo.
—Está bien. Es muy probable que siga intentado —agregó, calmada pero decidida.
Sonreí. Y estoy seguro de que ella lo supo.
—Eso lo agradecería más aun —confesé.
—Estás loco, ¿lo sabías?
—Desde los 8 años —respondí, y reímos juntos.
Es incómodo reír mientras tu frente está pegada al hombro de una persona pequeña como ella, por lo que aparté mi cabeza y entré a la casa. Por fin parecía que todo volvía a la normalidad, salvo que, todavía no me disculpaba.
—Espera, Nino, yo... aún no termino de hablar —agregué, con un tono decidido que pareció asustar a Nino. Allí, frente a frente, dije lo más parecido a una declaración de amor que podría haber hecho—: No quería ser grosero contigo, ni mucho menos gritarte, tan solo necesito un poco más de tiempo. Necesito ir despacio. Estoy viviendo por primera vez, y necesito que te quedes conmigo.
Nino abrió sus ojos, se sonrojó y saltó para abrazarse a mi cuello. Feliz por todo lo que acaba de ocurrir, la estreché con fuerza junto a mi pecho.
—Casi me matas de un infarto, Manu. Ten cuidado con mi corazón, porque si muero, no puedo quedarme a tu lado —murmuró, demasiado cerca de mi oído.
Ella me acababa de perdonar.
Y yo la tenía entre mis brazos.
No parecía muy difícil comenzar a vivir.