Nino
Confieso que oírlo pedir que me mantuviera a su lado, se sintió como el equivalente a una propuesta de matrimonio, y no es que estuviera esperando con mi vestido de novia bajo el brazo. Claro que no. Tan solo sentí cierta necesidad de compromiso, no por obligación, sino que por cariño. Por esa comodidad que sentíamos el uno con el otro, y no necesité más para entender que la paciencia tendría que ser mi mayor compañera. Por fortuna, ni él ni yo teníamos prisa.
A paso lento, mis días junto a Manu comenzaron a tomar un ritmo encantador que me tenía viviendo un ensueño inimaginado. Cuatro veces por semana, me visitaba en casa los lunes, miércoles, viernes y domingo. Siempre a la misma hora del día, en micro desde su hogar, cruzaba el río que dividía una ciudad de la otra, cuidando de hacerlo en el lapso con menor cantidad de pasajeros, con guantes y un pañuelo que cubría su boca y nariz. En mi departamento, guardaba para él una muda completa de ropa que usaba después de bañarse —inmediatamente después de llegar—, por lo que el traje naranjo había pasado al olvido. He de confesar, que ese era mi momento preferido del día, pues me deleitaba con Manu saliendo de la ducha con sus mejillas sonrojadas y su cabello empapado, para sentarse a mi lado con el aroma dulce del jabón que lastimaba sus manos por el uso.
Esa tarde en particular, las pequeñas heridas sobre su piel reseca parecían más dolorosas que días anteriores, tal vez por el estrés que su nueva ocurrencia le provocaba.
—No me duelen —dijo él, anticipándose a la pregunta que estaba a punto de hacer—. Antes eran peores. Llevo un tiempo tratando de hacerlo menos seguido, pero no todos los días lo logro —rio.
Suavemente acerqué mi frente a su rostro, que era lo más cerca que podíamos estar sin que pasara a llevar su zona de seguridad, y Manu sonrió con alegría.
—¿Seguro que deseas esto? —pregunté.
Él asintió con su cabeza y comenzamos a organizarlo todo. Era invierno en nuestro hemisferio, veintiuno de agosto exactamente, y nos preparábamos para celebrar su cumpleaños número veintiséis. Tal vez en el fondo, Manu deseaba también festejar con su madre, pero desde el pequeño espectáculo en donde arruiné parte de su alfombra, mi nombre pasó a encabezar la lista de personas indeseables. En términos formales, ella fue invitada, pero todos sabíamos que no asistiría.
Desde mi ventana observamos caer la lluvia mientras compartíamos más cervezas de las que habíamos prometido, y un asqueroso pastel que no sabía a nada. Nuestro grupo entero de amigos se reunió en torno a Manu, incluso Elisa nos acompañó, quien por supuesto no perdía oportunidad para coquetearle.
Cada vez que ella pretendía captar su mirada, no podía evitar sentir una mezcla de alegría y satisfacción, pues había comprobado en carne propia que coquetearle a Manu era imposible, pues él jamás se daría por aludido, no importaba cuánto lo intentara.
Al comenzar acercarse la noche, la temperatura empezó a bajar aún más, al punto de cambiar las cervezas por el tibio vino que Francisco y yo teníamos preparado, pues en mi humilde departamento de estudiante, no había calefacción ni mantas suficientes para todos. Mientras servíamos el vino, Elisa se me acercó temblando de frío.
—Nino, ¿podrías prestarme un sweater? —pidió.
Tras el pequeño roce que tuvimos en el cumpleaños de Tomás, nuestra relación se limitó a la mera formalidad y a que, por desgracia para mí, compartíamos amigos. Yo no la odiaba en absoluto, pero no podía obviar el hecho de que Manu parecía robarnos a ambas el sueño.
—Hay uno sobre mi cama —contesté.
Manu me observó horrorizado, pues una y otra vez recogía la ropa que no guardaba de forma adecuada en el closet. Le sonreí casi para pedirle perdón, y el rio conmigo. Estaba contento esta noche, sus ojos brillaban de alegría y no paraba de hablar con los demás.
—¿Y ese retrato tan bello? —preguntó Elisa al salir de mi habitación.
Volví a observar a Manu, llena de orgullo.
—Fue el querido cumpleañero —contesté, y el caos se desató.
Sin siquiera pedir permiso, todos se levantaron y entraron a mi alcoba para constatar que Manu era todo un artista.
—¿Tu pintas? ¡Eres un genio! ¡Es un cuadro hermoso! —Vociferaban todos, alabando estrepitosamente las cualidades artísticas de mi adorado joven.
De pronto, todos querían un cuadro hecho por sus manos, bombardeándolo de halagos y preguntas, por lo que preocupada, me mantuve a su lado, observándolo en todo momento para detectar si algo lo hacía sentir agobiado, aunque para mi sorpresa, Manu se veía feliz y tranquilo.
—Justo ahora estoy trabajando en un ArtCafé, hay muchos chicos que exponen sus cuadros ahí, podrías preguntar, te recibirían encantados. Puedo presentarte si gustas —ofreció Elisa de inmediato, ignorando la mirada de furia que le arrojé.
No eran simples celos. Tenía miedo de que Manu se sintiera presionado, aunque él se veía muchísimo más relajado que yo.
—Gracias, pero la verdad es que pinto solo por diversión —sentenció él.
Pero Elisa volvió a ignorarlo.
—Espera, ahora que recuerdo —chilló—. Pronto tendrán un evento, es un concurso de cuerpos pintados, ¡definitivamente tienes que participar!
Lo primero que pensé, fue que Manu la rechazaría sin siquiera pensarlo, pero él se giró para observarme. ¿Estaba tal vez pidiéndome la opinión?
—No lo sé, hace mucho que no participio en un evento serio.
—¿Antes lo hacías? —preguntaron todos al unísono.
Manu y Tomas volvieron a reír.
—De pequeño, muchas veces —contestó.
Una vez más, todos parecieron enloquecer con lo que Manu les contaba, y se esmeraron en convencerlo, hasta que Manu volvió a concentrarse en mí.
—Nino, ¿dejarías que te pintara? —dijo, y asombrada, escupí el poco vino que tenía en la boca.
No pensé la respuesta, pero me imaginé desnuda frente a miles de desconocidos y no me sentí capaz de hacerlo.