Nino
Acepté con alegría convertirme en su lienzo, aunque la convicción con que me lo pidió, dejaba poco espacio para dudarlo. Tras el sí, Manu comenzó a correr.
—Bien, estamos retrasados. Retrasados. Retrasados. Tienes que ir al vestidor, sacarte la ropa, yo te esperaré abajo. ¡No bajes sin ropa! Tras el biombo hay una manta blanca para que te cubras. Pero no puedes cubrirte mientras te pinto, ahí si debes quitarte la ropa, solo no te la quites antes, quiero decir, sí, quítatela, cúbrete, y luego te quitas la manta.
Manu nervioso era encantador, y complejo, pues todo debía hacerse según sus reglas, lo que incluyó subir al segundo piso utilizando primero el pie derecho y bajar utilizando el izquierdo, al igual que cuando subí a la tarima dispuesta para mí, en el centro de un café donde reinaba el esnobismo y la intelectualidad.
Una vez allí, vistiendo solo mí no muy sexy ni diminuta ropa interior —nadie me dijo que debía ir preparada—, sentí que el pánico se apoderaba de mi cuerpo. Toda tranquilidad me abandonó, pero al mirada ilusionada de Manu me obligó a desechar el deseo de huir.
—Hago esto solo porque no puedo ir contra un obsesivo compulsivo —bromeé antes de subir a la tarima.
Manu soltó su hermosa sonrisa, y todo en mi colapsó de amor.
Bien, no lo hacía solo por él, pues imaginar la imaginación de Manu fluir sobre mi cuerpo, no solo era una oportunidad no podía perder; también era la cercanía máxima que de seguro alcanzaríamos.
Desde la tarima, observé hacia el público que aguardaba distribuido en las mesas del primer y segundo piso, en donde encontré a Tomás, su madre, Francisco y Andrea. El pavor me invadió nuevamente, pues aunque para Tomás, y que vergüenza asumirlo, no sería la primera que me veía desnuda, el resto jamás había gozado de tal privilegio. Volví a ruborizarme y examiné a los demás participante: todos ellos se ubicaban sobre un estrecho escenario, en el que habían dispuesto siete tarimas, en donde siete pintores, todos hombres, y siete modelos, entre ellas, cinco mujeres, eran observados por los allí presentes. Los demás modelos ya habían dejado caer sus mantas, lo que hizo que mi nerviosismo se intensificara. Mi cuerpo era saludable, ni muy grueso ni muy delgado —bien, para nada delegado—, pero las demás chicas parecían salidas de un programa de tv, y sin notarlo, me encontré rogando que Manu no las observara.
Por fortuna, él tenía otras preocupaciones:
—Pincel grande, rojo, amarillo, pincel pequeño, azul, pincel grande, pincel medio, pincel pequeño, rojo, azul, rojo, amarillo, pincel grande, rosa, lila, rojo, rosa, rosa...
Concentrado en sus materiales y con sus manos temblando, organizaba una y otra vez el pequeño espacio de trabajo que se le había otorgado, aun cuando los demás artistas ya comenzaban a pintar. El público notó el evidente estado de nerviosismo, y lo miraban sin piedad mientras los murmullos comenzaban a crecer. Claudia, desde lugar, lucía inquieta, mientras Tomás y los chicos trataban de lucir confiados.
Por mi parte, lo único que pensaba era en cuál debía ser mi actitud ante lo que ocurría, y lo primero que pensé, fue que debía protegerlo. Suavemente intenté acercarme a él, aunque Manu no me notó en absoluto. Sus manos temblaban preocupando a quienes lo conocían, pues ya había pasado un tiempo desde que no lo veíamos así.
—Manu, no es necesario que lo hagas —dije, murándole casi al oído, pero él no me miró—. Manu, ¿vamos? podemos hacerlo, no va a pasar nada —agregué.
Manu continuó ordenando y reordenando sus materiales como si estuviera solo en el mundo.
—Manu —repetí—, nadie te está obligando, vámonos de este lugar —insistí finalmente.
Y fue ahí cuando terminó de mover sus cosas y me observó sonriente.
—Nino, esta vez, soy yo el que quiere hacerlo.
Era increíble cómo Manu pasaba de comportarse como un niño, a ser un hombre decidido y seguro, capaz de enloquecer a cualquiera. Le sonreí nerviosa para ocultar que mi cuerpo comenzaba a derretirse ante ese despliegue de masculinidad cliché que emanaba de sus palabras firmes y su voz confiada, mientras él solo se limitaba a observarme como si no estuviera a punto de quedar desnuda frente a sus ojos.
—¿Podrías amarrar tu cabello y bajar la manta? —pidió entonces, con una timidez encantadora.
Manu iba a verme desnuda. Manu iba a verme desnuda. ¡Mierda! ¡Manu iba a verme desnuda! Y mientras yo temblaba, dejé caer lo único que me cubría, até mi cabello tan alto como pude y me preparé para sentir sus ojos recorrerme, tal como hacía con Elisa cuando la pintaba. Pero eso no sucedió.
Calmado como nunca, Manu deslizó su pincel sobre mi frente, y sin ningún tipo de aviso, sentí la fría pintura sobre mi frente.
Con sorpresa abrí mis ojos para encontrar su rostro a escasos centímetros del mío, tan cerca, que podía observar cada detalle en él: sus pupilas, sus pestañas, su boca, sus diminutos lunares cerca del cabello y las tenues arrugas en su frente cada vez que se concentraba. Tal vez debí ignorar la intensidad de ese momento y desviar la mirada, pero sentirlo así, solo provocó que la urgencia de acercarme se multiplicara.
—Manu —murmuré.
Él no se detuvo, pero me miró a los ojos sin vacilar ni por un segundo, y me preparé para sentir sus labios, segura de que en cualquier momento me besaría.
—Lo siento, ¿está muy helada? —respondió.
Suspiré rendida, y traté de contener la risa al escucharlo, pues una vez más, estábamos en sintonías diferentes.
—Está bien —contesté.
Manu se acercó más, y rozando mi oído, me pidió permiso para avanzar por mi cuerpo, acariciándome con cada pincelada, y haciéndome perder la noción del tiempo.
Lo único que comprobé aquella tarde, es que nuestro momento no había durado lo suficiente.