Nino
Si bien acababa de sobrevivir a mi primer acercamiento con el mundo laboral, lo cierto es que estaba cansada. Había trabajado gratis tres meses en un estudio donde jamás me pidieron que pensara. Mi función era bajar datos de satélites y organizar carpetas con imágenes del clima, como si mis años de estudio se resumieran en eso. Era obvio que lo único que deseara fuera hacer algo distinto, no importaba qué, y por supuesto, junto a Manu. Sin embargo, la cotidianeidad que adoptamos viviendo juntos, me hizo olvidar que la rutina y él eran lo mismo. No era su culpa en absoluto, ni mucho menos de los hermosos días que pasamos juntos y que me hicieron pasar por alto el hecho concreto de que me había ganado un espacio en el corazón de Manu haciéndome parte de su día a día.
Esa tarde me enfurecí con él, lo dejé solo en el sofá y me fui a nuestra habitación. Estaba tan cansada. Frente al espejo, concluí sin dificultad que todo era mi error, pero el agotamiento hizo que me durmiera temprano, sin tener tiempo suficiente para disculparme.
Por la mañana del día siguiente, me esperaba una importante reunión académica para comenzar mi investigación de título, por lo que me desperté mucho más temprano que Manu para correr a mi facultad, por ende, tampoco tuve tiempo de disculparme. Ya ir corriendo era bastante molesto, pero nada iguala el atravesar el segundo campus más grande del país para encontrarte con el fatídico hecho, de que tu preciado tema, acaba de ser tomado por otro estudiante. Esa tarde volví a casa con la frustración a tope, agobiada por la carga académica que cada vez me costaba más dominar, y triste por tener que conformarme con una mierda de tema que no entusiasmaba a nadie. Manu me esperaba en la mesa, en su lugar de siempre, pero yo ya no tenía deseos de hablar. Me dormí temprano, y nuevamente, no tuve tiempo de disculparme.
El resto de la semana me dediqué a deambular entre informes y papeles que acreditaran mi paso por la práctica profesional. Había trabajado tan duro, y mis encargados me valoraron con una nota que apenas demostraba el enorme esfuerzo que puse en sus aburridas funciones. Cada noche volví a casa para encontrarme con él, en su lugar de siempre. Un par de veces compartimos un café, pero el resto del tiempo me permití evadirlo, tal vez porque cobardemente sabía, que Manu era lo único que se mantendría a mi lado.
Cuando la tarde del sábado llegó, sin darnos cuenta, ya llevábamos una semana sin sonreír, sin abrazarnos, sin mirarnos a los ojos. Tenía que terminar con ello. Tenía que volver a ser dulce con él, porque lo amaba y me encantaba hacerlo. Antes de salir, me paré frente a él y le acaricié el rostro. Manu cerró sus ojos, y esa sola escena que días atrás podría haber sido la antesala de un sinfín de besos, pareció el más triste de los finales de todos los libros escritos y por escribir.
—Manu, me voy ya ¿seguro no quieres venir? —dije antes de separarme de su piel.
Él sonrió con ternura, enseñándome una melancolía desconocida para mí.
—Tengo muchas ganas de ir Nino, pero no puedo, no soy capaz, por favor discúlpame —contestó, mientras retrocedía a casi dos metros de distancia, sin ser capaz de volver a acercarse.
Noté la forma nerviosa en que tomaba sus manos, pero el orgullo me hizo ignorarlo. Quería estar con él, que me escuchara cantar y disfrutara las canciones que había seleccionado para él, pero cerré la puerta y avancé, sola, repitiéndome que no fuera tan dura, que tuviera paciencia, que había exagerado. Una vez más me fui sin disculparme, y sin disculparlo.
La noche en el bar fue impresionante. Cantamos, reímos, conocí a muchísimas personas, y bebí demasiadas cervezas, aun cuando Tomás me insistía que volviera, sobretodo porque Manu estaría preocupado, recalcándome que no lo pusiera nervioso, que lo llamara, que fuera desconsiderada.
—¿Desconsiderada? —odié escucharlo decir esa palabra.
Era Manu el desconsiderado que no era capaz de hacer un esfuerzo por presenciar algo tan importante para mí. Era Manu el que no deseaba acompañarme. Era Manu. Era él. ¿Cómo podía ser yo? Yo lo acompañaba, lo apoyaba...
—Hoy salí sin tu hermano. Si no quiso venir, entonces que me espere —bramé, furiosa.
—No pudo, Nino. Ser incapaz de hacer algo es muy distinto a no querer.
Tomás tenía razón. Pero continué bebiendo y culpándolo hasta volver a casa, ya entrada la madrugada. El me esperaba sentado en la mesa, solo, como había hecho cada día por la última semana.
—¿Cómo estuvo todo? —preguntó tratando de esbozar una sonrisa pero sin levantarse de su lugar.
Casi no lo miré, y hacerlo me dolió tanto como a él.
—Con mucha gente. Se me hizo tarde. Me iré a dormir —contesté.
Caminé hasta nuestra habitación pasando por su lado sin siquiera voltearme y sin saludarlo con un beso como siempre hacía. Él intentó hablar una vez más, se levantó y quiso alcanzarme, pero era evidente que sus pies no se movían a voluntad.
—¿No te vas a dar una ducha? Tu pelo está...
Me volteé enfurecida. Yo lo sabía. Claro que lo hacía. Sabía que olía a humo de cigarrillo y cerveza, pero no contesté. Tenía mucho alcohol en el cuerpo, tenía cansancio, tenía mil preocupaciones. Cada día que pasaba, todo estaba peor en mí y entre nosotros: no lograba avanzar en la universidad y no podía darme el lujo de pagar un año más. Tenía que buscar un trabajo. Tenía que estudiar. Tenía que ser ordenada. Tenía que ser limpia. Tenía que respetar su orden.
Una tarde observé a Manu, y sus manos habían vuelto a temblar.