Toc - Trastorno Obsesivo Compulsivo

Paso 26

Manu

Yo también lo sabía. Y aunque lo había sabido siempre, había decidido imaginar que nuestro final podía haber sido otro. ¿Cómo no hacerlo, si Nino me veía pintar y me abrazaba, si constantemente bromeaba cuando revisaba una y otra y otra vez las puertas y ventanas, si reía cuando la despedía con muchos besos, si cerraba sus ojos cuando la besaba y su cara se ponía roja al decir que me quería?

Es cierto, lo sabía. Sabía que nuestro amor era frágil, y a pesar de que Nino no me decía que me amaba, también sabía que la realidad era que lo hacía. En el fondo era capaz de sentirlo tan profundo, que no necesitaba sus palabras. Para mí, su paciencia y su preocupación eran sus te amo, y con eso, tenía más que suficiente.

Por lo mismo cuando su tiempo por las mañanas no era el suficiente para que me despidiera con muchos besos, o cuando se dormía antes de que revisara las puertas, o dejaba sus papeles desordenados sobre su escritorio y sus te quiero sonaban más como un hola, comprendí que el peso de tenerme a su lado era más de lo que ella podía soportar. Y no iba a obligarla.

Fue eso lo que me hizo esperar con la entereza que nuestra relación se merecía. Esperé paciente hasta que tocamos fondo el día en que ordené sus apuntes y sus lápices, organicé sus mapas y sus instrumentos, y limpié su computador. Aunque era algo que acostumbraba a hacer, cuando Nino lo notó, se enfureció. Gritó muchas cosas, pero sólo una se quedó grabada en mi memoria, repitiéndose incontables veces en el silencio de lo que fue nuestro hogar.

—Estoy cansada de que te metas en mis cosas.

Tal vez si Nino lo hubiera gritado como hizo con las otras miles de cosas que dijo, habría pensado que era la rabia del momento. Pero ella tomó un profundo respiro antes de decirlo, porque estaba segura de lo que hacía. Por supuesto, no dije anda y guardé silencio. Vivía en su casa, todas eran sus cosas. Se aproximaba lo evidente, aunque no fue inmediato, pues Nino salió de la casa cerrando de un golpe la puerta sin permitirme reaccionar. Estaba aterrado e inmóvil ante la certeza del fin y la forma en que sucedía. No sé cuánto tiempo pasé de pie concentrándome en no imaginar mi vida sin Nino, porque aquello no era más que adelantarme al espectáculo surrealista de ver ti propia vida destruirse frente a tus ojos.

Cuando mi cuerpo volvió a pertenecerme, me senté en la mesa intentando controlar el temblor de mis manos e ignorando el sudor frío que recorría mi espalda junto a la necesidad agobiante de estar junto a Nino. Quería que me salvara. Pero no sucedió.

Ella no puede irse de su casa, soy yo quien debe salir.

Nino volvió a las tres de la mañana con cincuenta y cuatro minutos y treinta y dos segundos. Olía a alcohol y cigarrillos, y su cabello lucía más despeinado y maltrecho que nunca.

—Nino, hablemos —supliqué.

Pero ella avanzó a la habitación sin siquiera mirarme.

—No quiero hablar ahora —contestó, mientras se quitaba el sweater para dejarlo en el suelo, como si no importará más el orden en esa casa.

Me levanté, cogí el sweater sucio y los temblores amenazaron con invadir mi cuerpo entero. Por primera vez, sentí rabia con ella.

—¿Quieres que me vaya? —pregunté.

Nino no respondió y siguió su curso.

—¿Quieres que me vaya? —repetí, tomando a Nino por uno de sus brazos.

Ella se giró molesta para arrojar un despreocupado haz lo que quieras que no soporté. A punto de perder la calma, la tomé por los hombros exigiéndole en un ruego desesperado que se explicara.

—¿Quieres que me vaya? dime, por favor, ¿quieres que me vaya? Nino, te lo ruego, ¿quieres que me vaya? necesito saberlo, ¿quieres que me vaya?, ¿quieres que me vaya?, ¿quieres que me vaya?, ¿quieres que me vaya?...

—¡Sí! ¡Necesito que te vayas! ¡No puedo más! ¡Esto es demasiado para mí! —gritó soltándose de mi agarre.

Nos miramos un segundo, y acabó.

Llevábamos seis meses, tres semanas, dos días y algunas horas viviendo juntos. Esa fue la primera noche que dormí sin ella.




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