Manu
Si de algo estaba seguro, era que Nino me odiaba. Tal vez por presentar aquella exposición sin siquiera preguntarle si le agradaba la idea de ver su rostro por todas partes, o porque jamás la contacté, o porque seguía siendo el mismo perdedor de siempre. ¿Era eso? ¿No podía ver lo mucho que me estaba esforzando por ser un hombre? Me quedé en silencio, incapaz de quitar la vista de los ojos de esa mujer que tanto había amado, tratando de esconder mis manos temblorosas para que Nino no descubriera lo nervioso que estaba. ¿Por qué no puedes solo sonreírme una última vez?, pensé. Intenté hacerlo yo, pero la mueca que salió de mis labios no parecía reflejar lo mucho que anhelaba ese momento y, poco a poco, mi mente comenzó a traicionarme.
Sonríe, Nino, por favor sonríe, por favor sonríe, sonríe... repetía incansable en mi cabeza, porque estaba seguro de que si ella no sonreía al verme, iba a ser incapaz de hablar. No estaba ni remotamente preparado para enfrentarme a una Nino que me despreciara y que hubiese borrado todo recuerdo relacionado a mí.
¿Estaría avergonzada de nuestra historia de amor? ¿Sentiría que tal vez entregarme sus días no fue más que una pérdida de tiempo?
Te lo ruego, sonríe.
No sé cómo lo hice, pero me armé de valor y saludé con la poca voz que logré emitir, para quedarme inmóvil frente a ella, esperando su respuesta por un breve espacio de tiempo que pareció demasiado extenso para lo que yo habría deseado. Cada segundo sin respuesta era un caos en mi mente, que no hacía más que deambular entre los recuerdos de Nino y su rostro inexpresivo del momento.
Sonríe, sonríe, sonríe...
Y Nino sonrió. Y aunque fue breve, bastó para que mi mente comenzara a silenciarse.
—¿Quieres pasar? Hace un poco de frío, y es tarde —agregó ella.
Sentí de inmediato la lejanía de su voz, pero acepté. Tenía que lograr hablarle, llevaba mucho tiempo practicando mi discurso y ese era el momento indicado para hacerle saber lo triste que había sido pasar cada día sin ella, desde que nos habíamos separado.
Entramos al edificio en silencio, tratando de mantener la calma en medio de la lluvia de recuerdos que invadían todos mis sentidos. El ascensor seguía descompuesto, la cabina del guardia continuaba vacía y Nino seguía en la lista de las personas retrasadas en el pago de los gastos comunes.
—Aún no componen el ascensor —comenté, y juro que nunca imaginé que una frase tan vacía pudiese doler tanto.
Avanzamos por las escaleras a paso lento, un poco incómodo por lo poco que parecía a Nino importarle mi presencia. Cuando estuvimos a metros de su puerta, Nino comenzó a disculparse igual que años atrás, pero sin sonreír mientras lo hacía:
—Lo siento, está un poco desordenado, ¿crees que puedas? —preguntó, con un tono desafiante que logró intimidarme.
—Sí, está bien —contesté. Sabía que con el nivel de concentración al máximo para lograr el autocontrol que venía ensayando con tanto esmero, sería capaz de soportarlo.
Atravesamos el umbral y, para mi sorpresa, me encontré con mis recuerdos intactos, pues todo lucía igual a los días en que aún no era parte por completo de la vida de Nino.
—Puedes tomar asiento —dijo ella.
Nino mantenía la misma mesa, esa que escondía mucho más que nuestros tiernos desayunos, y tuve al menos la precaución de no usar mi lugar de siempre, aun cuando estaba desesperado por hacerlo. Estaba nervioso, traté de no observar demasiado, pero mis ojos se movían sin permiso por todos los rincones: la cocina de Nino estaba sucia, había comida en las ollas y un plato a medio comer en la mesa, frente a mí. Un sudor frío comenzó a recorrer mi espalda y rápidamente junté mis manos sobre mis piernas.
Concéntrate, concéntrate, concéntrate.
Estaba incómodo, y sin saber por cuanto tiempo sería capaz de mantener mi estrés en niveles apropiados. Nino abrió una de las bolsas del súper y cogió una cerveza. La destapó, bebió un gran sorbo y habló, sin tomar asiento junto a mí.
—Ha pasado un tiempo —dijo, de forma tan indiferente, que dolía.
—Sí, mucho —contesté.
Exactamente cuatro años, tres meses, una semana y cinco días, pensé.
—Fui a tu exposición hoy. Me sorprendiste. Tal vez cobre una cuota por el uso de mi cara —agregó Nino.
Su voz ya ni siquiera era amable. Ella sonrió, pero su sonrisa no era real. Yo también lo hice, pero hacerlo me hizo sentir patético.
—¿Cómo has estado? —pregunté.
Mi corazón estaba latiendo al máximo. No sabía cuánto sería capaz de soportar. Todo en mi dolía al presenciar esa escena tan triste, con una Nino que parecía odiarme en el mismo lugar en que me había amado.
—Bien, gracias. Con mucho trabajo, pero bien —respondió.
—Me alegro.
Fue lo único que pude decir. Nuestro diálogo ya se había acabado, y eso me dañaba aún más que el recuerdo del día en que salí de esa casa. Tenía que escapar de ahí, porque sabía que no soportaría una vez más un dolor como ese, que llevaba junto a mí día a día.
—Bien, creo que es mejor que me vaya, solo pasaba a saber cómo estabas —agregué, con una sonrisa forzada y melancólica en mi rostro.
Estaba dando lástima de nuevo. Sabía que lo hacía.
—Pues estoy bien, como puedes ver. Y sí, lo mejor es que te vayas, tu familia te debe estar esperando, ¿quién sabe? Tu esposa puede tener algún antojo.
¿Esposa? La observé confundido. Nino siempre acostumbraba hacer bromas y reír, muchas veces su sarcasmo era difícil de entender, pero en ese minuto parecía hablar en serio.
—¿Mi esposa? ¿de qué hablas?
—De tu esposa. Serás padre ¿no es así? ¡Pues felicidades! Realmente pensé que venías a contarme eso. Espero que no me pidas que sea su madrina.
¿Realmente había dicho esposa? La observé boquiabierto. No entendía, pero estaba seguro de que Nino estaba discutiendo conmigo, aun cuando era incapaz de descubrir el motivo.