Manu
Abrí los ojos sin ser capaz de dimensionar el tiempo que había pasado inconsciente, y por si fuera poco, con escasos recuerdos sobre la noche anterior: eso sí, sabía que Nino había pasado de odiarme a llorar a mi lado, tal vez como consuelo o debido al lamentable papel que una vez más me tocaba interpretar. Por el momento, la única certeza que tenía, era la sensación de sus dedos entre mi cabello, y el teléfono vibrando sobre la cama.
—Ya vuelvo —dijo Nino, al ver que mis ojos comenzaban a abrirse.
Soltó con suavidad mi cabeza, y casi de inmediato comencé a extrañarla. Había deseado tanto recuperar su toque delicado, que solo deseaba quedarme allí, para siempre. Pero el celular seguía vibrando. Desorientado me incorpore, cogí el teléfono y revisé las treinta y dos llamadas perdidas que tenía, todas ellas de Tomás y mamá. No los culpaba por ponerse tan exagerados cuando se trataba de mi historia junto a Nino, por lo que asumí que sería responsabilidad mía disculparme y mantenerlos tranquilos. Ellos ya hacían mucho por mí, no debía preocuparlos. Respiré profundo, centré un poco mis pensamientos, intenté contar hasta veinte, porque contar hasta diez ya no tenía ningún tipo de efecto en mí, y presioné el botón verde:
—¡Manu!
Lo primero que oí, fue el grito de Tomás del otro lado, quien continuó exclamando tan rápido, que no fui capaz de distinguir las palabras. Estaba molesto y angustiado.
—Tomás, Tomás, cálmate, estoy bien —alcancé a decir, antes de que volviera a interrumpirme.
—¡¿Qué demonios pasó?! ¡¿dónde estás?! ¡¿Nino está contigo?! ¡¿por qué no llamaste?! Maldición, Manu...
—Lo siento —murmuré. La culpa comenzó a asediarme, y junto a ella siempre seguía la angustia. Volví a respirar, y en un último intento por mantener la calma, alcé la vista y me encontré con Nino de pie junto a la puerta—. Estoy bien, todo está bien, te llamaré luego —agregué.
La terminación terminó de forma brusca, y sí, tal vez fui un hermano bastante grosero al hacerlo, pero necesitaba concentrarme en lo que, al parecer la noche anterior, había sucedido.
—Era Tomás —expliqué, y me sentí avergonzado de hacerlo, pues toda intención de demostrar que era ya un hombre capaz de valerse por sí mismo comenzaba a esfumarse.
Sin embargo, Nino sonrió, apagué el teléfono celular y volví a dejarlo sobre la mesa, mientras ella avanzaba hasta la cama. Mi alma entera abandonó mi cuerpo para abalanzarse sobre la mujer que amaba, pues mi cuerpo adormilado no fue capaz de responder con la misma rapidez.
—Tu voz sigue siendo tan dulce como siempre —dijo ella.
No solo las lágrimas amenazaron con salir, pues todo en mí comenzó a enloquecer al escucharla. Elogiaba mi voz, la que de seguro solo tiene por objetivo nombrarla. Sé que suena cursi, sé que incluso decírselo a ella me posicionaría como un obsesivo incluso más enfermo de lo que ya soy. Aunque... no. No estoy enfermo. Tengo un trastorno, claro que sí, y es evidente para todo aquel que me vea. Y lo que Nino me provoca, lo que ella genera en mí, no es parte de mi obsesión. Solo estoy enamorado, y sí, encontré en ella paz, inspiración y compañía. Por eso mi voz solo quiere decir su nombre, por eso mis brazos solo quieren abrazarla, por eso mis manos solo desean tomar las suyas.
Una alegría estúpida comenzó a invadirme. De pronto comprendí todo y necesitaba traspasarle esa felicidad. Rápidamente quise ponerme de pie, pero mi cabeza me traicionó y comenzó a dar vueltas en el momento exacto en que me alejé de la cama.
Retrocedí.
Volví a sentarme.
Conocía esa sensación. Por supuesto que lo hacía, pues había vivido por años necesitando medicamentos para controlarme. Tomé mi cabeza entre mis manos con fuerza, pues sabía muy bien lo que continuaba.
No, no. Náuseas no.
La peor parte de los calmantes siempre fueron las náuseas. Y mientras sentía el líquido avanzar por mi garganta, recordé el momento en que decidí dejar de usar los medicamentos, cuando tenía apenas diecinueve años. Con la torpeza de mis piernas adormiladas, corrí al baño, cayendo rendido sobre la taza.
La taza del baño.
No lo soportaba.
No podía.
Vomité todo lo que tenía dentro, y cada descarga se llevaba un poco más de mi energía.
La taza del baño.
Estaba tocando la taza del baño. El lugar más repugnante que pudiese existir en un hogar.
Mis manos que al mismo tiempo intentaban sostenerme, buscaban escapar de los gérmenes que sabía que subían por mis brazos. Podía verlos. Podía sentirlos. Iban a infectarme. De seguro iba a contagiarme algo, pero no acabaría así de fácil, enfermo junto a Nino, no. Iría a dar a parar a un hospital, me inyectarían sustancias en la piel y las venas, mientras los enfermos que estarían a mi alrededor agravarían mi situación y finalmente moriría. Moriría infectado de bacterias y virus. Todo por vomitar ahí.
Lo visualicé todo. Sentí la muerte apoderarse de mi cuerpo. El futuro se alejó de mi camino. Ya no había más.
Mi cuerpo temblaba, y yo seguía vomitando. Poco a poco comencé a desvanecerme, mis ojos se cerraron incapaces de observar a través de las lágrimas que se derramaban por mi rostro, y las manos dejaron de sostener mi cuerpo.
Eso era todo.
Ya estaba contagiado, ya estaba comenzando la muerte. Y no había podido decirle a Nino lo mucho que la había extrañado.
Había perdido el control una vez más.
Me rendí, me dejé caer, pero una mano sobre mi pecho y otra sobre mi frente me retuvieron.
—Tranquilo, Manu —susurró Nino, muy despacio, todo el tiempo necesario.
Vomité con sus brazos sosteniendo mi cuerpo, hasta que no hubo nada más que pudiese eliminar. Poco a poco, las náuseas se detuvieron y mi respiración volvió a la normalidad. Nino seguía hablándome. Y yo seguía llorando.
—No pasa nada, ¿sí? Vamos a limpiar todo, puedes tomar un baño y tengo aún tu ropa deportiva anaranjada. No vas a contagiarte de nada, acababa de limpiar el baño, no hay nada peligroso aquí. Vas a estar bien. Vamos a estar bien.