Todavia Guardo Tu Carta Bajo La Almohada

Capítulo 2

La lluvia y el viento golpeaban mi ventana con una insistencia rítmica, un telón de fondo para el amanecer. Se sentía como si la naturaleza estuviera en una especie de diálogo consigo misma, susurrando secretos al cristal. En serio que estaban siendo unos días hermosos, o al menos, eso era lo que mi madre siempre decía, tratando de encontrar la belleza en el invierno de Chicago. Para mí, el frío era solo eso: frío, un recordatorio constante de la necesidad de mantenerse abrigado y de la poca ganas de salir de la cama. Era un frío que se colaba por las rendijas, que se pegaba a los huesos, un frío que parecía permear el alma y teñir el mundo de una palidez grisácea. Y el pensamiento de abandonar la calidez de mis sábanas era una batalla diaria, una tortura silenciosa que libraba contra mi propia voluntad.

Desperté temprano para irme a trabajar; sí, estudio de lunes a viernes y trabajo los sábados. Lo hago en un café que queda justo al lado de mi casa, una suerte que valoro especialmente en mañanas como esta, cuando el viento aúlla afuera y cada paso se siente como una proeza. Aparte de que amo el café con cada fibra de mi ser —su aroma terroso y reconfortante, su calor que se cuela por el cuerpo, la ritualidad de prepararlo, de verlo transformarse de grano a líquido oscuro—, me ayuda a sentir otro ambiente, a conocer otras personas, a escapar un poco de la burbuja académica. Es mi pequeño oasis de normalidad, un respiro del mundo de libros y profesores excéntricos, un lugar donde las historias se sirven en tazas humeantes y los rostros nuevos aparecen y desaparecen con la bruma de la mañana.

Puse el agua a calentar en la regadera porque bañarse con agua helada con estas temperaturas lo veía imposible, una tortura que no estaba dispuesta a soportar. El vapor comenzó a llenar el baño, empañando el espejo, creando una atmósfera etérea. Me jaboneé rápido, casi con prisa, como si el frío pudiera atraparme incluso bajo el agua caliente. Mis manos se movían con eficiencia, rozando mi piel, limpiando la fatiga del sueño. Salí de la ducha, envolviéndome en la toalla más grande que encontré, su suavidad reconfortante contra mi piel húmeda. Mi pelo, ese nido de rizos indomables, parecía que solo había hecho una excepción por mi cumpleaños para verse bien. Hoy, volvía a ser una maraña rebelde, un reflejo de mi estado de ánimo matutino, de mi resistencia a la domesticación, de mi naturaleza caótica. Se sentía como si tuviera vida propia, un espíritu que se negaba a ser domado.

Me puse el uniforme del trabajo, en realidad solo es una camisa de algodón con el logo del café y mi nombre bordado en hilo blanco, y un jeans negro, esos que me quedan perfectos y ya tienen la forma de mi cuerpo. Nada fuera de lo común, pero suficiente para distinguirme de los clientes, para convertirme en parte del engranaje de ese pequeño mundo de café. Bajé a la cocina por mi desayuno. La casa estaba en silencio, un silencio que se había vuelto familiar en las mañanas de sábado, lo que significaba que mi madre ya se había ido a su trabajo, como siempre, madrugando más que el sol, como si tuviera un reloj interno que se sincronizaba con el primer rayo de luz. Sobre la mesa, una nota escrita con su letra pulcra y un poco inclinada, un testimonio de su presencia, de su amor silencioso.

"Lizzy, ayer no dijiste nada al venir de clases ¿Estás bien?, me preocupas mucho...En el horno te dejo unos hotcakes para que desayunes, no olvides ponerte tu suéter, está muy helado afuera. Te amo"

Una punzada de culpa me atravesó. Mi silencio el día anterior había sido más evidente de lo que pensaba. A veces, mis intentos de esconderme, de protegerme, eran tan transparentes como un cristal empañado. No entendía cómo mi madre lograba ver a través de mis máscaras, cómo le bastaba mi silencio para saber que algo andaba mal. A veces no entiendo cómo hace para madrugar tanto, para tener esa energía inagotable y esa capacidad de preocuparse por mí en medio de su propio caos, de su rutina incansable. Yo a duras penas me levanto con la alarma, con esa sensación de que cada día es una escalada hacia lo desconocido.

Desayuné los hotcakes tibios con un poco de miel de maple, saboreando cada bocado como si fuera el último, el dulce reconfortando mi estómago, una calidez que se extendía por mi cuerpo. Y tomé mi suéter, un grueso tejido de lana que me recordaba a un abrazo, al tipo de abrazo que mi madre me daría si estuviera aquí, al tipo de abrazo que te protege del frío y del mundo, porque no me quería ni imaginar la regañada después si me resfriaba. Mi madre tenía un don para las regañadas que te hacían sentir como una niña de cinco años, incluso a mis veinte, capaces de atravesar cualquier coraza de rebeldía adolescente.

Llegando al café, el familiar aroma a grano tostado me envolvió, una bienvenida reconfortante que se pegaba a la ropa, al pelo, a la piel. Era un olor que me definía, que me hacía sentir en casa. Puse mi bolso, en el que solo cargo mis papeles de la universidad y mi celular, en mi casillero, un pequeño espacio donde mis cosas se sentían seguras, lejos del bullicio. Me puse a limpiar y a secar algunas mesas, pasando el trapo húmedo sobre las superficies de madera, el sonido suave de la tela contra la madera era casi meditativo. Por alguna razón, el agua se metía demasiado por las ventanas, o quizá era el establecimiento, que lleva más de 40 años pidiendo a gritos que, por favor, cambien el techo. Las goteras eran un signo distintivo del lugar, casi parte de su personalidad, un elemento constante en el paisaje del café, un recordatorio de su vejez, de su historia.

Al terminar con las mesas, me fui a la caja para atender algunos clientes que estaban haciendo fila desde que yo llegué. La cajera de los sábados no vino hoy, lo que significaba que sería un día largo, lleno de órdenes y el zumbido constante de la máquina de café, un sonido que se volvería una parte más de mi cuerpo, un latido metálico y repetitivo. Suspiré. Hoy no sería un día de tranquilidad, de esos en los que el tiempo pasa sin prisa y los pensamientos fluyen sin interrupciones. Sería un día de acción, de movimiento constante, de un ir y venir de voces y sonidos.




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