La luz del amanecer se filtraba por las rendijas de mi persiana, pintando líneas doradas en el polvo suspendido en el aire. No había dormido mucho, si es que había dormido algo. La imagen de esos ojos azules, los de Charlie y los del hombre del abrigo, se negaba a desaparecer de mi mente, persistente como una melodía pegadiza. Y el nombre. Caleb. Flotaba en el aire, un susurro inquietante que se negaba a ser ignorado. Sentía que mi cerebro era un laberinto en el que cada giro me llevaba de vuelta al mismo punto: el misterio de Charlie, la familiaridad de su tristeza, y el eco de un pasado que mi madre se había empeñado en sepultar.
Me levanté con la pesadez de quien lleva el mundo en los hombros. El frío de la mañana se colaba por la ventana, recordándome que Chicago era una ciudad sin piedad. Me vestí con la ropa más cómoda que encontré: unos joggers grises, una camiseta oversize y una sudadera con capucha. Mis rizos rebeldes se negaron a cooperar, así que los dejé sueltos, una maraña que reflejaba el caos en mi cabeza. El espejo me devolvió una imagen pálida, con ojeras profundas que parecían marcas de guerra. "¿Quién es Caleb?", me pregunté en silencio, mi voz interior apenas un susurro. "¿Y por qué siento que está conectado a todo esto?"
Bajé a la cocina. El aroma a café recién hecho de mi madre me envolvió, un abrazo invisible que siempre me reconfortaba. Ella ya estaba en la barra, absorta en su taza humeante, su mirada perdida en la ventana, en la danza de las hojas otoñales. Su rostro, surcado por las líneas del cansancio y la preocupación, me recordó lo mucho que se esforzaba, lo mucho que cargaba sobre sus propios hombros.
—Buenos días, mami —dije, mi voz un poco ronca por la falta de sueño. Me serví una taza de café, el calor se extendía por mis manos, intentando ahuyentar el frío interno.
—Buenos días, cariño —respondió, girándose para mirarme. Sus ojos, aunque cansados, brillaban con una luz suave. —¿Dormiste bien? Te ves un poco... desvelada.
Evité su mirada, concentrándome en añadir leche y azúcar a mi café. No podía mentirle, pero tampoco podía contarle lo que me atormentaba. No aún. Sentía que el recuerdo del hombre del abrigo, el nombre de Caleb, eran míos, un secreto que, por alguna razón, no podía compartir. Al menos, no todavía. Mi madre tenía suficientes preocupaciones, y yo no quería añadirle una más, especialmente una tan vaga y perturbadora como la mía.
—Solo un poco de insomnio —mentí, con una sonrisa forzada. —Mucho que estudiar.
Ella asintió, supo que le estaba ocultando algo, pero no insistió. Su silencio era un regalo, una señal de que me daba espacio, que respetaba mis muros, por altos que fueran. A veces, desearía que no fuera tan comprensiva, que me obligara a hablar, a desahogarme. Pero esa no era su naturaleza. Y en el fondo, sabía que lo agradecía. Su amor se manifestaba en esa quietud, en esa comprensión tácita.
El desayuno transcurrió en silencio, interrumpido solo por el sonido del sorber del café y el tintineo de las cucharas. Mis pensamientos seguían en un torbellino, girando en torno a Charlie, al hombre del abrigo, a Caleb. ¿Era posible que el destino fuera tan cruel, tan irónico, como para poner en mi camino a alguien conectado con un dolor tan antiguo, tan arraigado? La idea me parecía absurda y aterradora a la vez.
Después de desayunar, me despedí de mi madre y salí a la calle. El aire de la mañana era cortante, y me envolví en mi sudadera, intentando protegerme del frío. Mis pasos me llevaron por las calles familiares, hacia la preparatoria. Pero mis ojos no veían los árboles desnudos, ni las casas con sus tejados escarchados. Solo veían los ojos de Charlie, y en ellos, la sombra de un pasado que se negaba a ser enterrado.
Caroline y las Reglas de Payton: Escenas Íntimas entre Amigas
Al llegar al campus, la primera persona que busqué fue Caroline. Necesitaba hablar. Necesitaba su lógica, su pragmatismo, su cinismo. Necesitaba que me aterrizara, o que me ayudara a desentrañar este nudo en mi cabeza. La encontré en el pasillo, apoyada en los casilleros, revisando su teléfono, con su bufanda multicolor y su sonrisa habitual.
—¡Lizzy! —exclamó, sus ojos brillantes al verme. —Por tu cara, diría que el chico de los ojos tristes te está volviendo loca. ¿Adiviné?
Sonreí a medias, una sonrisa débil que no llegó a mis ojos. —Más de lo que imaginas. Necesito hablar contigo. Urgente.
Caroline notó mi tono, la seriedad en mi voz. Su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una expresión de preocupación genuina. —Vaya. Esto suena grave. ¿Un corazón roto prematuro? ¿O algo peor?
—Algo mucho peor —murmuré, sintiendo un escalofrío. —Es sobre Charlie. Y un sueño. Y un nombre. Y mi madre. Todo es un caos.
Ella asintió, me tomó del brazo y me arrastró hacia un rincón más tranquilo del pasillo, lejos del bullicio de los estudiantes. Era nuestro lugar secreto, un pequeño refugio donde podíamos hablar sin ser interrumpidas, un espacio donde nuestros secretos se sentían un poco más seguros.
—A ver, suelta la sopa. Estoy lista para tu drama existencial mañanero —dijo, intentando aligerar el ambiente, pero sus ojos me decían que me tomaba en serio.
Le conté todo. El sueño borroso del hombre del abrigo, la sensación de familiaridad con Charlie, la ausencia de su pasado en las redes sociales. Y finalmente, con un nudo en la garganta, el nombre que mi madre había susurrado una vez: Caleb. Las palabras salieron atropelladamente, una avalancha de pensamientos y miedos que había guardado en mi interior.
Caroline me escuchó en silencio, su expresión transformándose de la diversión a la sorpresa, y luego a una concentración profunda. Sus ojos, normalmente tan llenos de chispa, ahora estaban fijos en mí, analizando cada palabra, cada gesto.
—A ver si entiendo —dijo, una vez que terminé, su voz suave, casi un susurro. —Estás diciendo que este Charlie, el chico nuevo, el de los ojos tristes y el pasado borroso, podría estar conectado de alguna manera con un recuerdo traumático de tu infancia, con un hombre misterioso que tu madre nunca quiso nombrar, y que ahora tiene un nombre: Caleb. ¿Es eso?