Todavia Guardo Tu Carta Bajo La Almohada

Capítulo 6

La noche posterior a la cena con mi madre se sintió extraña. El sueño con el "hombre del abrigo" y el nombre "Caleb" se había disipado, reemplazado por una calma tenue, casi irreal. La conversación silenciosa con mi madre, esa mirada de comprensión, había sido un bálsamo para mi alma, un recordatorio de que, a pesar de los misterios y las incertidumbres, no estaba sola. La pesadez en mi pecho no había desaparecido del todo, pero se había transformado en una especie de expectación, una curiosidad mezclada con el temor a lo desconocido.

El domingo fue un día de quietud. No fui al café. Pasé la mayor parte del tiempo en mi habitación, intentando leer, pero mis ojos se desviaban constantemente hacia mi libreta negra. Las páginas en blanco me desafiaban, un lienzo que se negaba a ser pintado con las palabras que se agolpaban en mi mente. ¿Cómo escribir sobre un misterio que apenas comenzaba a desvelarse? ¿Cómo poner en palabras la familiaridad inquietante de los ojos de Charlie y el eco de un pasado que aún no comprendía? Era como intentar atrapar el viento.

El lunes, la rutina de la preparatoria me recibió con su habitual bullicio. Los pasillos llenos de estudiantes, el sonido de las risas y las conversaciones, el aroma a papel viejo y desinfectante. Caroline me interceptó en la entrada, sus ojos brillando con una mezcla de preocupación y curiosidad.

—¿Cómo estás, mi pequeña detective? —preguntó, su voz suave, a pesar de su tono juguetón. Sabía que no estaba de humor para bromas.

—Sobreviviendo —respondí, con una sonrisa forzada. —La noche fue tranquila después de que hablamos, pero el misterio no se disipa.

Ella asintió, su mirada comprensiva. —Lo sé. Pero recuerda lo que te dije: los secretos no duran en Payton. Y tú eres fuerte.

Sus palabras me dieron un poco de consuelo. Pasamos el día en clases, y a pesar de mis esfuerzos por concentrarme, mi mente seguía divagando. Busqué a Charlie en los pasillos, en la cafetería, en el patio. Pero no lo vi. Su ausencia, una vez más, lo hacía aún más presente en mis pensamientos. Era como si se hubiera convertido en una sombra que me seguía a todas partes, una incógnita que se negaba a ser resuelta.

El martes y el miércoles transcurrieron de manera similar. La monotonía de la rutina escolar, la constante búsqueda de Charlie en cada esquina, la inquietud que me carcomía. Cada día sin verlo era un día en el que el misterio se hacía más grande, la familiaridad más fuerte, el eco de "Caleb" más persistente. Me encontraba en un estado de espera constante, como si el universo estuviera a punto de revelarme algo, pero se lo guardaba, alargando la agonía.

Finalmente, el jueves por la tarde, cuando la luz dorada del atardecer comenzaba a teñir las calles de Chicago, lo vi. No en la preparatoria, no en el café. Lo vi a la distancia, cruzando la calle, cerca de un pequeño parque que yo apenas frecuentaba. Caminaba solo, sus hombros ligeramente encorvados, el cabello rubio revuelto por el viento. Llevaba la misma chaqueta negra que había visto en el café. Había algo en su forma de moverse, una lentitud deliberada, una quietud que contrastaba con el ritmo frenético de la ciudad. Lo observé hasta que desapareció de mi vista, y una punzada de algo que se parecía a la decepción me invadió. Había pasado días buscándolo, y cuando finalmente lo encontraba, era solo un atisbo, una sombra en la distancia.

La noche del jueves fue una repetición de las anteriores. El sueño con el "hombre del abrigo" no regresó, pero la ansiedad se había instalado en mi pecho. Me sentía al borde de algo, una revelación que se acercaba lentamente, pero que aún no podía vislumbrar. La libreta negra permaneció cerrada, las palabras aún atrapadas en el laberinto de mi mente.

El viernes por la tarde, después de un día agotador en la preparatoria, el viento helado de Chicago me golpeó al salir del edificio. Me envolví en mi bufanda y apuré el paso hacia el café, mi refugio, mi oasis de normalidad. El familiar aroma a grano tostado me recibió al cruzar la puerta, un consuelo que siempre me hacía sentir en casa. El tintineo de la campana anunció mi llegada, pero no presté mucha atención, mi mente aún divagaba entre los apuntes de literatura y el persistente misterio de Charlie.

Me quité el abrigo y lo colgué en mi casillero, junto a mi mochila. La señora Elena, nuestra barista principal, me saludó con su habitual sonrisa cálida.

—Hola, Lizzy. Llegaste justo a tiempo. Está un poco tranquilo, por ahora.

Asentí, y me dirigí a la caja registradora, dispuesta a empezar mi turno. El café estaba más vacío de lo usual para un viernes por la tarde. Solo unas pocas mesas estaban ocupadas: una pareja de ancianos leyendo el periódico en una esquina, un par de estudiantes absortos en sus laptops, y...

Mi mirada se detuvo. Mi corazón dio un vuelco, un golpe seco contra mis costillas que resonó en mis oídos. Sentí un escalofrío que me recorrió la espalda, a pesar del calor del café.

Ahí estaba él.

Charlie.

Sentado en la misma mesa junto a la ventana, la que elegían quienes buscaban soledad. La luz del atardecer se filtraba por el cristal, bañando la mesa en un resplandor dorado. Los últimos rayos de sol entraban oblicuamente por la ventana, creando un ambiente íntimo, casi etéreo. La luz se posaba sobre su cabello rubio, encendiéndolo con un brillo miel, como si estuviera aureolado. Sus ojos, esos pozos azules que me atormentaban, parecían absorber la luz, volviéndose aún más intensos, más profundos.

No llevaba su chaqueta negra esta vez, solo una sudadera oscura que acentuaba la palidez de su piel. Había una taza de café humeante frente a él, pero no la estaba bebiendo. Sus manos, largas y finas, estaban entrelazadas sobre la mesa, y su mirada estaba fija en la ventana, en el mundo exterior, en la danza de las sombras que se alargaban en la calle. Era una quietud que no era de paz, sino de una tensión contenida, una melancolía que se sentía palpable en el aire. Parecía un cuadro, una obra de arte pintada con los tonos cálidos del atardecer y la sombra de una profunda tristeza.




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