La noche del jueves al viernes, después de esa mirada cargada de electricidad en el café, el sueño llegó con una suavidad inusual. No fue el sobresalto del misterio ni el frío del recuerdo traumático. Esta vez, la oscuridad de mi habitación se tiñó de una calidez reconfortante, y un aroma sutil, casi imperceptible al principio, comenzó a llenar el aire: olor a café. Era el aroma de la promesa, el de la intriga. Era el aroma que se había adherido a Charlie, a la mesa junto a la ventana, a ese momento suspendido en el tiempo.
El sueño me arrulló, y caí en un estado de duermevela donde los límites entre la realidad y la fantasía se desdibujaron. No era una pesadilla, ni tampoco un simple recuerdo. Eran sueños con olor a café, una mezcla etérea de fragmentos de mi infancia y visiones de una presencia que se hacía cada vez más tangible.
En el sueño, flotaba en un espacio difuso, rodeada de una niebla dorada, como la luz del atardecer filtrándose por el ventanal del café. Podía sentir el calor en mi piel, la misma calidez que emanaba de la taza de Charlie. El aroma a café se intensificaba, dulce y amargo a la vez, reconfortante y misterioso. Era un aroma que me invitaba a relajarme, a dejarme llevar, a explorar los rincones más profundos de mi subconsciente.
Entonces, las imágenes comenzaron a aparecer. Borrosas al principio, como viejas fotografías descoloridas. Era yo, de niña, pero no era el recuerdo de la tormenta y el hombre del abrigo. Era un recuerdo más suave, aunque igual de esquivo. Estaba en un jardín, el sol en mi cara, el sonido de risas lejanas. Había una figura. Masculina. Un poco más alta que yo. No podía ver su rostro, pero sentía su presencia, una sensación de seguridad. Era como si esa figura me protegiera de algo que no podía nombrar, de una tristeza que aún no entendía. Esta figura estaba también envuelta en una tenue bruma, como si el tiempo hubiera erosionado los detalles. Sin embargo, su esencia, su protección, era innegable.
La escena cambió. El jardín se transformó en un interior, un espacio que se sentía familiar, pero al mismo tiempo ajeno. Podía escuchar el murmullo de voces bajas, un sonido que me resultaba tranquilizador. El aroma a café era más fuerte aquí, mezclado con el dulzor de algo horneado, quizás galletas de avena. Y entonces, lo vi. Charlie.
No estaba cerca de mí. Estaba sentado en la distancia, junto a una ventana, similar a la del café, pero esta era más grande, con vistas a un jardín cubierto de nieve. La luz que entraba por el cristal era fría, invernal, pero la atmósfera a su alrededor era cálida, como si él mismo irradiara un calor interno. Me observaba. Sus ojos, esos pozos azules, eran idénticos a los del hombre del abrigo en mi pesadilla, pero esta vez, no había terror en ellos. Había una curiosidad suave, una melancolía que me atraía, una comprensión silenciosa. Era como si supiera algo de mí, algo que yo misma aún no entendía. Su figura era un poco borrosa, como si estuviera a través de un velo, pero su mirada era nítida, tan real que podía sentir su peso sobre mí.
No se movía, no hablaba. Solo me observaba. Y en esa observación, sentía una conexión profunda, un hilo invisible que nos unía a través del espacio y el tiempo. Era una conexión que iba más allá de las palabras, más allá de la razón. Era intuitiva, visceral, como si nuestras almas se reconocieran.
El sueño se volvió más intenso, más envolvente. Sentía las texturas a mi alrededor, la suavidad de una manta sobre mis hombros, el calor de una taza entre mis manos. El aroma a café era ahora omnipresente, mezclado con el dulzor de vainilla y canela. Era el aroma de la infancia, de los recuerdos felices que se habían desvanecido con el tiempo. Y en cada uno de esos detalles, la presencia de Charlie se hacía más fuerte, más real.
A veces, en el sueño, Charlie se acercaba a mí. No me tocaba, pero su cercanía era palpable. Sentía su aliento en mi cabello, el calor de su cuerpo cerca del mío. Era una presencia protectora, una sensación de seguridad que no había sentido en mucho tiempo. Era como si me estuviera custodiando, observando, asegurándose de que estuviera a salvo. Y en esos momentos, el miedo se disipaba, reemplazado por una calma extraña, por una certeza de que, de alguna manera, él estaba destinado a estar en mi vida.
Otras veces, seguía siendo esa figura borrosa junto a la ventana, observándome desde lejos. Y en esas ocasiones, la melancolía se intensificaba, una tristeza compartida que no necesitaba explicación. Era como si él llevara el mismo peso que yo, el mismo secreto, la misma búsqueda. Y esa tristeza me atraía, me invitaba a descifrarla, a desentrañar la historia que se escondía detrás de sus ojos.
Los sueños no tenían una narrativa lineal. Eran fragmentos, flashes de imágenes, sensaciones y aromas. Pero en cada uno de ellos, la figura de Charlie era central. Era como si mi subconsciente estuviera intentando advertirme de algo, o quizás, revelarme una verdad que mi mente consciente aún no podía procesar. La atracción que sentía hacia él en la vida real se magnificaba en el sueño, convirtiéndose en una fuerza poderosa que me arrastraba hacia él, hacia el misterio que lo rodeaba.
La confusión se mezclaba con la atracción, la incertidumbre con la sensación de destino. ¿Por qué Charlie? ¿Por qué él, con su pasado borroso y sus ojos tan familiares? ¿Por qué mis sueños lo elegían como protagonista de esta búsqueda, de esta revelación?
Había una cualidad mágica en esos sueños, una prosa suave y melancólica que se tejía con el aroma a café. Era una historia que se estaba escribiendo en mi mente, una narrativa que mi subconsciente estaba creando para dar sentido a lo que estaba sucediendo en mi vida. Los detalles sensoriales eran tan vívidos que podía sentirlos incluso después de despertar: la calidez de la luz, la fragancia del café, la quietud de la presencia de Charlie.
Me desperté con el sol de la mañana filtrándose por mi ventana, pintando líneas doradas en el suelo de mi habitación. El aroma a café no se había disipado del todo, o quizás, era el recuerdo del sueño, tan real, tan palpable. Mi corazón latía con una calma inusual, una paz que contrastaba con la agitación de los días anteriores. La confusión seguía ahí, pero se había suavizado, reemplazada por una sensación de asombro, de fascinación.