Todavia Guardo Tu Carta Bajo La Almohada

Capítulo 9

La noche se estiró en el cuarto, densa y silenciosa, como un velo que se negaba a levantarse. Desde que encontré la carta, esa vieja confesión de mi yo de dieciséis años, el sueño se había vuelto un extraño lejano. El edredón, antes un refugio, ahora se sentía como una prisión. Me moví inquieta, mis pensamientos rebotando en las paredes, incapaces de encontrar una salida. Eran casi las tres de la mañana. O quizás ya más tarde. En la oscuridad, el tiempo se difuminaba, arrastrando consigo la certeza de las horas, dejando solo una sensación de eternidad.

Miré el techo. Las sombras danzaban, reflejos distorsionados de mis propias inquietudes. El dolor, el viejo dolor del amor no correspondido, se sentía fresco, como si lo hubiera experimentado ayer. Qué curioso, ¿no? Cómo uno crece, cambia de ropa, de peinado, aprende cosas nuevas, pero ciertas heridas, esas que se anidan profundo en el corazón, parecen no tener fecha de caducidad. Mi yo adolescente, con su miedo a no ser vista, con su anhelo silencioso, no estaba tan lejos de la Lizzy de hoy. Solo que ahora, el objeto de mi inquietud no era un chico inalcanzable en la biblioteca, sino el que observa desde la ventana del café, el que no dice, el que siempre se va. El que parece cargar el peso de un mundo en sus ojos, los mismos ojos que ahora se mezclaban con los de un fantasma de mi infancia, con el misterio de un nombre susurrado en la penumbra de un sueño.

Mi respiración era el único sonido en la habitación, un susurro monótono que se perdía en la inmensidad de la noche. Era un sonido constante, una prueba de que, a pesar del caos en mi mente, seguía existiendo. Me levanté. No había un propósito claro, solo una necesidad visceral de moverme, de romper la quietud que me asfixiaba. Mis pies descalzos tocaron el suelo frío. La temperatura de la habitación, que antes me parecía acogedora, ahora se sentía helada, como si el frío de mi interior se hubiera extendido a mi entorno. Caminé sin rumbo fijo por unos segundos, mis ojos buscando algo en la oscuridad, algo que no sabía qué era.

Fui hacia la cómoda, mis dedos se deslizaron sobre la madera pulida hasta el segundo cajón. Lo abrí. Un crujido suave rompió el silencio. Ahí estaba. La libreta negra. No era un diario, nunca lo fue. Siempre lo dejé claro, incluso a mí misma, con una convicción que rayaba en la obsesión. Nunca había tenido la disciplina, o la paciencia, para registrar los días en orden cronológico, para detallar los eventos de mi vida como si fueran entradas de un libro de contabilidad. No, esta libreta era diferente. Era un lugar para vomitar ideas sin forma, para soltar frases que no tenían dueño, emociones que no encajaban en ninguna parte. Un refugio para el caos de mi mente, sin fechas, sin orden, solo pensamientos esparcidos como estrellas en una noche oscura. Un cuaderno de desahogo, no de registro. Era un receptáculo para el dolor, para la confusión, para las verdades a medias que se agolpaban en mi cabeza.

La tomé entre mis manos. Su tacto, áspero y familiar, era un consuelo, una presencia tangible en medio de la irrealidad de la noche. Me volví a sentar en la cama, apoyada en la cabecera. La luz de la luna que se filtraba por la ventana era apenas suficiente para iluminar las páginas, dándoles un brillo fantasmal, casi translúcido. Empecé a pasar las hojas, una por una, sintiendo el crujido suave del papel, el susurro del tiempo entre mis dedos. Frases viejas. Algunas eran líneas de poemas que nunca terminé, otros eran pensamientos fugaces atrapados en el tiempo, como insectos en ámbar.

Al principio, era solo una revisión nostálgica. Una forma de recordar la Lizzy de antes, de trazar la evolución de mi letra, de mis preocupaciones. Pero a medida que avanzaba, una extraña sensación comenzó a apoderarse de mí. Era como si esas palabras, escritas hace años, estuvieran cobrando un nuevo significado, un peso que antes no tenían. Algunas de esas frases viejas ahora tenían un sentido escalofriante, una resonancia que me erizaba la piel.

"No todos los fantasmas están muertos."

Leí eso y sentí un escalofrío que me recorrió la espalda. Lo había escrito después de una de esas discusiones silenciosas de mis padres, cuando mi madre se había encerrado en su habitación, y yo, una niña pequeña, sentía una presencia extraña en la casa, una tristeza que no era solo de ella, sino que impregnaba el aire. ¿Podría haber estado hablando de Caleb sin saberlo? ¿O del hombre del abrigo? El eco de mi sueño, la silueta borrosa, el dolor. Era como si mi yo infantil ya supiera, de alguna manera, que había algo más, algo que no podía ver, pero que podía sentir.

"Sus ojos me dijeron adiós antes de llegar."

Esta frase me golpeó con una fuerza inusitada. Mis dedos se detuvieron en ella, trazando las palabras en el papel amarillento. Esos ojos. Los suyos. El que observaba desde la ventana del café. Tan llenos de melancolía, tan profundos, tan cargados de un dolor que parecía antiguo. ¿Siempre había estado observando a alguien irse? ¿Acaso sus ojos, desde el primer momento en que se encontraron con los míos, reflejaban una despedida inminente, una promesa de abandono? Era como si esa frase, escrita hace tanto tiempo, estuviera hablando de él, del que no tiene pasado, del que parece un fantasma en vida. La conexión era innegable, perturbadora.

"Una mujer sola también puede ser un hogar."

Esa la escribí después de ver a mi madre fuerte, aunque triste, después de aquel día, ese día que me negaba a recordar por completo, el día en que mi padre se fue y el silencio se instaló en nuestra casa. Mi madre, sola. Ella había sido mi hogar, mi refugio. Y la frase, ahora, resonaba con una verdad aún más profunda, con una resiliencia que yo misma había heredado. Una mujer que esconde su dolor para proteger a los que ama, que se convierte en un faro en la tormenta, a pesar de sus propias heridas.

Me asusté un poco. ¿Cómo era posible que esas frases, escritas en diferentes momentos de mi vida, sin un hilo conductor aparente, ahora se unieran para contar una historia que apenas estaba descubriendo? Era como si la libreta negra fuera un oráculo, o como si mi subconsciente hubiera estado sembrando pistas mucho antes de que mi mente consciente estuviera lista para encontrarlas. Había algo misterioso en eso, algo que me inquietaba, algo que me hacía sentir que no estaba sola en esta búsqueda, que había una fuerza invisible guiándome.




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