El tenue resplandor del amanecer comenzaba a filtrarse por las cortinas de mi habitación, pintando el espacio con tonos grises y azulados que apenas disipaban la oscuridad de la noche. Apenas había dormido; la imagen de la fotografía, con mi madre joven y sonriente junto al pequeño Caleb, se había clavado en mi mente, reproduciéndose una y otra vez como una película sin fin que no podía pausar ni rebobinar. Cada detalle de esa instantánea, cada expresión en sus rostros, me susurraba secretos que mi consciente aún no lograba descifrar por completo.
No era solo una foto antigua que había encontrado por casualidad en el desván; era, de alguna manera, una puerta abierta de par en par. Una grieta inesperada en la sólida historia que creía conocer sobre mi familia, una fisura que permitía asomarse a un pasado oculto. El misterio de Caleb, su existencia y su conexión con mi madre, vibraba en el aire a mi alrededor, denso y palpable, y la voz de mi madre, al mencionar su nombre con tanta angustia, resonaba aún en mis oídos, cargada de un dolor que el tiempo no había logrado mitigar.
El calor del roce de los dedos de Charlie en la librería, tan breve y tan inesperado, seguía en mi piel, una sensación sutil pero persistente que me recordaba la extraña conexión que sentía con él. Era una promesa velada de algo más, una confirmación tácita de que lo que nos unía trascendía lo superficial. Su presencia, su melancolía inherente y sus ojos profundos, todo se entrelazaba de forma inexplicable con este misterio de Caleb, como si fueran hilos de la misma madeja.
Me levanté de la cama, mis movimientos lentos y pesados, como si cada músculo de mi cuerpo estuviera impregnado de la densidad de mis pensamientos. La casa seguía sumida en un silencio sepulcral, solo roto por el suave murmullo de la lluvia que continuaba cayendo afuera. Era demasiado temprano para que hubiera ruidos o actividad; el mundo exterior aún dormía profundamente, ajeno a la tormenta de revelaciones que se gestaba en mi interior, a la urgencia que me impulsaba a buscar más.
Mi vista se dirigió automáticamente hacia el escritorio, donde la libreta negra yacía abierta, con las últimas frases que había escrito en el desván aún visibles en sus páginas. Esas palabras que habían surgido sin que yo las pensara conscientemente, como si una fuerza externa las dictara, eran ahora más que simples garabatos; eran un eco de algo antiguo, una guía, un susurro del pasado que me llamaba a seguir investigando, a no detenerme.
“¿Quién fue Caleb?” La pregunta me taladraba la mente con una insistencia implacable, ya no era solo una simple curiosidad pasajera que podía ignorar. Se había convertido en una necesidad vital, una urgencia por entender, por desentrañar los hilos invisibles que conectaban mi presente, mis sueños y la enigmática figura de Charlie con ese pasado oculto, con ese nombre pronunciado con tanto recelo.
Fui a la cocina, sintiendo el frío de las baldosas bajo mis pies descalzos, una sensación que me anclaba a la realidad, a pesar de la vorágine de pensamientos que me consumían. Preparé una taza de té de hierbas, buscando un poco de calma en el ritual, observando cómo el vapor ascendía lentamente desde la taza, formando pequeñas nubes efímeras que se disipaban en el aire. El aroma reconfortante de la manzanilla intentaba, sin éxito, aplacar la agitación en mi pecho.
Mientras el té se enfriaba lentamente en la mesa, mis pensamientos regresaron, de forma inevitable, al desván y a la misteriosa caja con el candado oxidado que no había podido abrir. Se sentía como un cofre de tesoros perdidos, o quizás, un receptáculo de fantasmas del pasado, esperando ser liberados. ¿Qué más guardaría mi madre allí, bajo llave, con tanta determinación y tanto secreto, que no quería que nadie descubriera?
Recordé con vívida claridad la expresión de mi madre al escuchar el nombre de Caleb, ese dolor puro y profundo que había surcado su rostro en un instante. Era como si cada sílaba de ese nombre le quemara la garganta, dejándola sin aliento. Había un sufrimiento tan arraigado, tan brutal, que era evidente que no había cicatrizado con el tiempo, sino que permanecía latente, listo para resurgir ante la menor provocación.
Eso confirmaba, sin lugar a dudas, que Caleb no era un simple conocido o un amigo de la infancia olvidado; era alguien central, una figura crucial en la vida de mi madre, alguien que había dejado una huella imborrable, tan profunda que el dolor de su recuerdo aún la paralizaba. La intensidad de su reacción era una prueba irrefutable de la importancia de ese nombre, de esa persona que se había desvanecido de la narrativa familiar.
La mañana transcurrió lentamente, cada minuto estirándose como una eternidad mientras yo intentaba procesar la avalancha de información y emociones. La foto de Caleb y Lily, mi madre, seguía en mi bolsillo, un peso constante, un recordatorio tangible de la verdad que había empezado a desenterrar. No podía dejar de tocarla, de sentirla a través de la tela, como si su presencia física me diera la fuerza para continuar.
Decidí que no podía esperar. Tenía que volver al desván, aunque mi madre pudiera regresar en cualquier momento. La urgencia de desentrañar el misterio era más fuerte que cualquier temor a ser descubierta. Esta vez, iría preparada, buscando algo que pudiera ayudarme a abrir esa caja, o al menos, a encontrar más pistas sobre el pasado de Caleb.
Subí las escaleras sigilosamente, mis pasos apenas audibles sobre la madera. El desván me recibió con el mismo aire viciado y el olor a antigüedad, pero esta vez, no me sentía tan abrumada. Había una determinación nueva en mí, una fuerza impulsada por la curiosidad y la necesidad de entender. La luz del día era un poco más intensa ahora, filtrándose por la ventana.
Me acerqué directamente a la caja de madera con el candado. Lo examiné de nuevo, buscando alguna debilidad, algún truco. Era pequeño, pero robusto. Mis dedos lo recorrieron, sintiendo el óxido. Recordé que mi abuelo solía tener una caja de herramientas con ganzúas. ¿Y si la llave estaba allí, o alguna herramienta para forzarlo?