—¿Es esto todo lo que la vida tiene para ofrecer?
Si tuviera que describir mi vida con una sola palabra, utilizaría la palabra: pesadilla. Una pesadilla interminable de la que, por mucho que lo intente, no puedo despertar.
Desde que tengo recuerdos, no he tenido ningún día en el que me sintiera alegre, tranquilo. Ningún día en el que me sintiera feliz, en paz. Mi vida ha sido, es y, probablemente, será un infierno constante: un tormento abrasador, un suplicio aplastante. ¿Y sabes qué es lo más curioso de todo? En teoría ha habido momentos de gozo en mi vida, pero han sido tan ensombrecidos por las tinieblas que han perdido todo su brillo. Siento esos momentos como algo ajeno a mí mismo, como si le hubieran ocurrido a otra persona en un cuento de esos que terminan «y fueron felices y comieron perdices».
—¿De verdad soy tan mala persona como para merecerme esto? ¿Soy algún tipo de pecador condenado al tormento eterno en el infierno? —pregunto con un fino hilo de voz.
—No eres más que tú mismo, a solas contigo —dice la voz de la persona que está sentada frente a mí.
Qué fácil es decirlo cuando no eres tú el que se ve arrastrado a esta vorágine de sufrimiento y dolor. Si tuviera suficientes fuerzas, me habría enfadado con mi interlocutor. Si tuviera fuerzas, dejaría que la ira recorriera mis venas, como una cura para esta ansiedad. Pero claro, si tuviera fuerzas no estaría en el lugar en el que me encuentro ahora.
—Si supieras lo duro que ha sido mi vida hasta hoy, no serías tan insensible conmigo. —Siento los ojos vidriosos. Si no lloro, es solo por mantener las apariencias.
—Si no supiera cómo te sientes, tal vez habría dicho alguna chorrada de esas que tanto motivan a los adolescentes acomplejados.
Veo que sonríe, y eso me hunde un poco más en mi desesperación.
—Te diría: «No te preocupes, todo estará bien», «Si lo crees, lo creas» o «Si lo sueñas con todas tus fuerzas, lo manifestarás en tu vida». ¿Prefieres que te diga algo así?
Lo único que consiguen sus palabras es poner a prueba mi ya de por sí mermada paciencia. Y lo que más me duele no es el tono jocoso con el que lo dice, ni el simulacro de sonrisa que se dibuja en su rostro. Lo que más me duele es que haga referencia a los adolescentes. ¿Es que no sabe que yo soy un adolescente? ¿Acaso no se da cuenta de que tan solo tengo dieciséis años?
¡Qué sencillo es hablar cuando los problemas te son ajenos!
—Si esas frases sirvieran para algo, y sé de sobra que no sirven para nada, ya estaría curado. Sería el chaval más feliz del mundo. Pondría la sonrisa más bobalicona de la que fuera capaz. Y no tendría que estar preocupándome de luchar a todas horas conmigo mismo. —Un suspiro entrecortado se escapa de mis labios—. Pero eso, para mí, suena a cuento de hadas.
Desde pequeño, siempre me pudo la timidez, una timidez demasiado fuerte e irracional. Sentía vergüenza incluso hablando con mis amigos. Y este es otro problema: por culpa de esta fuerte timidez mía, no tuve nunca más de dos o tres amigos, mucho menos todos a la vez. Pero de eso hace ya… La verdad es que no importa cuánto tiempo hace de eso, porque me resulta tan distante y extraño, que bien podría pertenecer a una vida pasada. Por suerte, uno no es consciente de lo grave que es esto hasta que lo reflexiona, pero, más pronto que tarde, el sentimiento de soledad y vacío aparece, volviéndose casi imposible de erradicar.
—¿Te crees que es fácil vivir tanto tiempo solo? —pregunto en un tono de voz más alto de lo que pretendía—. Por mucho que quiera tener amigos, estos no aparecen de la nada. Ojalá fuera así.
Me hundo un poco más en mi miseria al poner en palabras este pensamiento.
—Y no hablemos de encontrar pareja.
No entiendo por qué sigo hablándole si sabe perfectamente cómo me siento y aún así se burla de mí.
—Vamos, vamos, no me mires así —dice con un ademán conciliador, aunque sin perder su sonrisa—. Solo pretendía aligerar un poco la situación, no es para tomárselo tan a pecho.
¿Humor? ¿Me ve con cara de estar bromeando? ¿Se cree que esto es un circo en el que puede contar chistes y hacer reír al público? De atreverme, le gritaría o, mejor, le soltaría algo que le doliera, por muy duro que parezca.
—A ver, chaval, dices que te sientes solo. Aseguras que no tienes amigos, pero que te gustaría tenerlos, ¿verdad?
Asiento ligeramente con la cabeza, apenas un movimiento casi imperceptible.
—Bien, dime, ¿crees que tus emociones son únicas en ti? ¿Piensas que nadie más siente esa soledad de la que me hablas? ¿Acaso eres tú especial?
—Bueno… no. No sé. Pero yo…
—¡Pero tú nada! —me interrumpe—. Mira, lo que sientes es tan común como ver salir el sol por las mañanas: lo quieras o no, lo esperes o no, saldrá por el este a su hora.
Un pesado silencio se apodera de nuestro alrededor.
—Pero, ¡ojo!, no te confundas. No estoy denostando tus emociones, porque, aun sabiendo que el sol sale por el horizonte, eso es un hecho insólito y de una importancia trascendental. Podríamos calificarlo de milagro.
—Creo que no estoy entendiendo lo que me quieres decir —digo sin llegar a comprender el hilo de sus pensamientos.