Meryl estaba recostada en la cama, con Rocco dormido a su lado, mientras jugueteaba con el colgante de Rhex entre los dedos. Desde la casa grande llegaba el eco de la música, clara señal de que la fiesta ya había comenzado.
Su padre había pasado por la cabaña para darse una ducha antes de ir a ayudar con los preparativos. Ella le volvió a decir que no tenía ganas de asistir y, esta vez, él no insistió tanto como antes.
Y no era para menos. Mario no se equivocaba al desconfiar de su amigo y patrón, Angus McRae. Era un hombre responsable en lo que respectaba al trabajo, sí, pero eso no le había impedido acumular una larga lista de romances que le habían dado fama de mujeriego.
La forma en que había hablado de Meryl bastaba para que pusiera en duda sus intenciones. Por eso decidió no presionarla más para que fuera a la fiesta. Pues tal vez, lo mejor era que su hija se mantuviera lejos de Angus.
Él tampoco tenía demasiado interés en asistir, pero meses atrás se había comprometido a supervisar los caballos que los amigos de Layla McRae montarían en una pequeña competencia. Era su trabajo como capataz, cuidar de los caballos y de paso asegurarse de que no hubiera accidentes.
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Meryl tomó el celular que su padre le había prestado para poder comunicarse con Xena y encendió la pantalla. Su prima no respondía a ninguno de sus mensajes. Era viernes por la noche, así que lo más probable era que estuviera de fiesta con sus nuevos amigos de la universidad.
Suspiró, abrió el cajón de la mesa de noche y dejó dentro el colgante de Rhex, como si guardarlo allí pudiera también encerrar los recuerdos. Luego se puso de pie y salió al balcón.
El cielo estaba despejado, salpicado de estrellas que parecían brillar con una calma que ella no sentía desde que él se fue.
Un nudo le apretó la garganta cuando la memoria la llevó a otra noche, idéntica a esa, en un campo de flores. Recordó las manos de Rhex, su voz mientras le susurraba palabras de amor, el calor de su cuerpo… la primera vez que habían hecho el amor.
Las lágrimas brotaron sin permiso.
—No… no —murmuró, limpiándose el rostro con brusquedad, con rabia—. Ya no más.
Se negaba a seguir llorando por alguien que solo había jugado con ella.
No era justo.
Inspiró profundamente y dirigió la mirada hacia la casa grande, iluminada con cientos de luces. La música llegaba amortiguada por la distancia, pero suficiente para recordarle que la vida seguía.
Sabía que si se quedaba sola y encerrada acabaría llorando como las últimas noches. Así que respiró hondo y cambió de opinión: iría. Tal vez podía ayudar a su padre en lo que fuera que estuviera haciendo, incluso atender a los invitados… y, con algo de suerte, conseguir después un trabajo como criada. No era mala idea.
Ahora que su embarazo aún no estaba tan avanzado, debía aprovechar para trabajar en lo que pudiera.
Sí, iba a ir a esa fiesta y si se le presentaba la oportunidad, hablaría ella misma con Angus McRae para pedirle trabajo.
***
Angus estaba sentado junto a su cuñada Carlota, un vaso de coñac reposando en su mano. Observaba a su hija Layla reír junto a la piscina con sus amigos.
A un costado, varios muchachos se preparaban para la competencia de la noche: una carrera de caballos. El premio para el ganador era un cheque de diez mil dólares… y un beso de la cumpleañera. La idea le parecía absurda, pero Carlota había insistido en que eran simples juegos de jóvenes. A regañadientes, había cedido. Era su única hija, y a veces resultaba más fácil conceder que discutir.
Bebió un trago largo, dejando que el coñac ardiera en su garganta.
A lo lejos, un grupo de chicas lo devoraba con la mirada. No era algo nuevo, aunque en este caso le resultaba incómodo: eran amigas de su hija.
Layla, que notó aquellas miradas, se encaminó con paso firme hacia ellas.
—Dejen de ofrecerse a mi padre o van a tener problemas conmigo —gruñó.
—Es que tu papá está buenísimo —replicó una, con un tono pastoso por el alcohol.
—Buenísimo es poco —añadió otra, enredando un mechón de cabello entre los dedos.
Layla rodó los ojos.
—Mi padre es muy atractivo y, además, rico. No me sorprende que anden como perras en celo, pero será mejor que se comporten.
—Ay, Layla… No seas amargada. ¿No te gustaría que yo fuera tu madrastra? Te juro que haría inmensamente feliz a tu papito.
—Nunca voy a tener madrastra, y mucho menos a alguien como tú. Así que bájate de esa nube.
—Tu padre todavía es joven. Si llegara a enamorarse, ¿crees que tus rabietas le impedirán casarse?
Layla la empujó con el hombro.
—Pobre de la que se atreva a poner los ojos en mi padre, porque le haré la vida imposible. Él puede tener sus aventuras, pero jamás dejaré que otra mujer ponga un pie en la casa donde vivió con mi madre. Nadie ocupará su lugar.
Cristina, otra de las chicas, soltó una risita.
—Eres imposible, Layla.
—Y ustedes unas tontas. Dejen de perder el tiempo, porque mi padre jamás las mirará.
Se apartó de ellas y avanzó hasta la mesa de Angus. Él estaba distraído, observando a alguien entre los invitados, hasta que su hija se interpuso en su campo de visión.
—Oh, cariño… ¿Cómo te la estás pasando? —preguntó con tono afectuoso.
—No me gusta que mis amigas te miren así —refunfuñó Layla, cruzando los brazos.
Él rió suavemente.
—Ya no eres una niña para hacer esos pucheros.
—Es que me molesta mucho —insistió entre dientes.
Angus se levantó, le besó la mejilla.
—No debes preocuparte. Son solo unas niñas a mis ojos. Jamás haría algo inapropiado con ellas.
—Pero sí con otras. No deberías fijarte en nadie más después de mamá —replicó.
Él suspiró.
—No vamos a hablar de eso ahora. Es tu fiesta, ve a disfrutar.
Layla torció el gesto, pero no contestó y se marchó.
Editado: 21.08.2025