Todavía te amo

4.2

—No me gusta que hagas esto, Layla. Esta vez te pasaste. ¿Cómo te atreves a insultar a Meryl y encima armarme un escándalo? —la reprendió Angus, cerrando la puerta del despacho tras de sí.

—Tú me provocaste —replicó ella, altiva—. No tenías por qué tocarla. Y encima ahora me gritas por su culpa.

—No estaba haciendo nada malo. Fuiste tú quien malinterpretó la situación.

—Aun así, no tenías por qué hacerlo. No tolero que estés con otras mujeres y lo sabes —escupió, con un brillo de ira en los ojos.

—Esta situación no puede continuar así. ¿Acaso piensas ahuyentar a todas las que se me acerquen?

—Puedo, y lo haré.

Angus resopló, acercándose un paso.

—Estás siendo egoísta. Si quisiera rehacer mi vida, no tendría nada de malo. ¿O esperas que me quede solo para siempre? Tú te irás a estudiar a otro país… lo más lógico sería que yo buscara una compañera.

—¡No! No te atrevas… —gritó, llevándose las manos a la cabeza como si la sola idea la destrozara.

—Layla, por Dios.

—No puedes hacerlo. —Su voz se quebró, pero la rabia era más fuerte—. Yo no permitiré que nadie ocupe el lugar de mi madre.

—Esa no es mi intención —contestó con un dejo de cansancio—. Pero tienes que aceptar que tu madre ya no está. Han pasado muchos años y yo tengo derecho a enamorarme de nuevo.

—¿Ah, sí? ¿Y de quién? —lo miró con rabia—. ¿De la hija del capataz, tal vez?

—No digas tonterías.

—¿Te parece una tontería? La vi. Vi cómo la mirabas. Y encima te molestas conmigo por defenderla a ella ¿Te interesa, papá? —lo acusó, con un tono que más parecía un desafío.

Angus frunció el ceño.

—No voy a seguir discutiendo esto contigo, Layla.

—¿Por qué no? Ella realmente te gusta, ¿Verdad?

—Layla, por favor. Déjalo ya. Estás haciendo una rabieta por nada.

—¡No es una rabieta!

—Será mejor que te calmes. Recuerda que hoy es tu fiesta y...

—Y la acabas de arruinar —lo interrumpió.

—Yo no hice nada. Ahora vamos a regresar con los invitados y vas a disculparte con Meryl por la forma en que le hablaste. Y no quiero más escenas como esta —Le tomó la muñeca, pero ella se resistió.

—No pienso disculparme.

—Layla…

La puerta se abrió y Carlota entró, con expresión de fastidio.

—¿Qué está pasando aquí? Se les escucha hasta afuera.

—Es culpa de papá —se apresuró a decir Layla—. Lo vi con la hija del capataz.

—¿Qué? —Carlota frunció el ceño.

Angus puso los ojos en blanco.

—Carlota, será mejor que no te entrometas.

—Tía tiene derecho a opinar —insistió Layla, soltándose de su padre y yendo hacia ella—. A mi padre le gusta la hija del capataz. Por eso la defiende… y por eso quiere obligarme a disculparme con ella después de que la insulté.

—¿Pero cómo es eso posible? ¿Acaso te has vuelto loco? —lo increpó Carlota, fulminándolo con la mirada.

Angus apretó la mandíbula, conteniendo la respuesta.

—Te dije que no te metieras. Y tú, Layla, ya te aclaré que lo malinterpretaste todo.

Ella desvió la mirada sin decir una palabra.

Molesto, Angus abrió la puerta y salió del despacho, dejando a ambas atrás.

El murmullo de la fiesta volvió a envolverlo apenas cruzó el umbral de la casa grande.

Su mirada barrió el lugar, buscando entre los invitados a Meryl. No la vio por ninguna parte. La decepción se le notó en el gesto. Hubiera querido disculparse con ella en nombre de Layla… aunque dudaba que eso bastara para borrar el incómodo momento que le había hecho pasar.

Resignado, se apartó de la multitud y caminó hacia un sendero que bordeaba la finca. El ruido se fue apagando detrás de él hasta que solo quedó el crujir de la grava bajo sus botas. Sacó una cajetilla de cigarros del pantalón, encendió uno con calma y dio la primera calada, dejando que el humo se perdiera en la oscuridad.

Se detuvo junto a un viejo roble, en una zona donde la luz de las farolas apenas alcanzaba. Allí, con la brisa nocturna y el lejano eco de la música, dejó que las preguntas lo asaltaran.

¿Por qué su hija tenía que reaccionar así? Entendía el apego, incluso los celos, pero aquello estaba cruzando límites peligrosos. No podía vivir para apaciguar los caprichos de Layla.

Volvió a dar una calada profunda.

Y entonces, casi sin querer, su mente volvió a Meryl: a sus ojos grandes, el vestido blanco ceñido, la forma tímida en que se apartó cuando él la halagó.

Se había visto realmente hermosa.

Frunció el ceño.

¿Y si Layla tenía razón? ¿Y si, en el fondo, él sí sentía algo más de lo que estaba dispuesto a admitir?

Exhaló el humo con fuerza, como si quisiera expulsar también aquella idea, pero no logró apartarla del todo.

—Aquí estás… —la voz de Mario lo sacó de sus pensamientos. El capataz se acercaba con paso firme—. Vi lo que pasó con tu hija.

Angus le tendió el paquete de cigarrillos.

—Ya hablé con ella. Lamento lo ocurrido. Tu hija, ella…

—Ya se fue —lo interrumpió Mario, encendiendo el cigarro que acababa de aceptar—. No tenía caso que se quedara.

Dio la primera calada con calma.

—Quería disculparme con ella —dijo Angus, mirando hacia un punto perdido entre los árboles—. La forma en que mi hija se comportó no fue correcta.

—Conozco a tu hija y sé que es caprichosa… y celosa con todo lo que tiene que ver contigo —replicó Mario—. Pero tú tampoco eres un santo. No vi todo lo que pasó antes de que empezara a insultar a Meryl, pero estoy seguro de que le diste motivos.

—Mario, solo intentaba ser amable con tu hija. Layla malinterpretó todo.

—¿Realmente fue así? —preguntó el capataz, clavándole una mirada penetrante.

Angus dio otra calada antes de responder.

—No tengo malas intenciones con tu hija —afirmó, sin mirarlo.

Mario soltó un suspiro, expulsando el humo lentamente.

—Mi hija me pidió que la ayudara a conseguir trabajo, pensaba hacerlo aquí, pero después de lo que pasó… creo que es mejor buscarlo en otra parte.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.