La gente del pueblo murmuraba en voz baja, lanzando miradas furtivas hacia Angus McRae, tan cerca de la hija de su capataz. Algunos opinaban que era simple solidaridad, otros aseguraban que entre ellos había algo más, pues se les había visto muy juntos los últimos días. Tenían razones de sobra para sospechar. Y ahora, en medio de la desgracia, mucho más.
El dueño de Red Hollow no se había separado de ella, consolando y abrazándola.
Meryl estaba tendida sobre el féretro de su padre, aferrada a la madera fría como si pudiera arrancarlo de la muerte con sus brazos. Sus ojos, enrojecidos e hinchados, parecían vacíos de tanta lágrima derramada. Las últimas horas habían sido un tormento sin tregua, un castigo cruel que no comprendía.
No podía creerlo. Su padre… su único sostén, el hombre que le había ayudado a comprender que todavía le quedaban motivos para sonreír y a resistir los embates de la vida, ya no estaba. ¿Por qué? ¿Por qué Dios volvía a golpearla con tanta saña? Apenas comenzaba a levantar la cabeza tras la herida que Rhex dejó con su abandono, apenas se ilusionaba con recuperar algo de paz, y ahora la vida le arrebataba lo único que le quedaba.
Solo habían tenido unas semanas juntos después de tanto tiempo separados. Apenas unas semanas para reír, hablar y recuperar el tiempo perdido. Y ahora… ahora la muerte se lo arrancaba de las manos. No era justo. Nada lo era.
—Ya es hora, Meryl —le avisó Angus, sosteniendola de los hombros, pero ella se negó a dejar que se llevaran a su padre al cementerio.
—No... Por favor... —sollozó—. No quiero separarme de él.
Angus la atrajo hacia sus brazos.
—Está bien, unos minutos más —dijo él en tono paciente.
La joven se aferró a él con desesperación.
La gente del pueblo seguía observándolos, algunos con compasión, otros con esa curiosidad cruel que nunca falta en las desgracias ajenas. Pero a Meryl no le importaba. Nada le importaba ya. Su mundo se había roto.
—¿Por qué le pasó esto a mi padre?
Él cerró los ojos un instante, deseando poder darle una respuesta, pero no la había. ¿Qué podía decirle? Que la vida era injusta, que la muerte no respeta tiempos. No había palabras que pudieran aliviar ese dolor, y aun así trató de sostenerla con toda la firmeza que tenía.
—Trata de calmarte, pequeña… —susurró con voz grave, acariciándole la espalda en un intento torpe de consuelo—. Lo que pasó fue un accidente. Nadie pudo predecirlo. Sé que te duele mucho y te sientes más sola que nunca, pero estoy aquí contigo.
El llanto de Meryl se intensificó, desgarrador, como si en cada sollozo se le fuera un pedazo del alma. Apretó los dedos contra la camisa negra de Angus, negándose a soltarlo, como si al hacerlo pudiera perder también ese último sostén que le quedaba.
La campana de la iglesia sonó a lo lejos, anunciando que era el momento de partir hacia el cementerio. El féretro debía ser llevado, aunque Meryl no quisiera dejarlo ir.
—No… no puedo —murmuró con voz ahogada, sintiendo que se asfixiaba.
Angus la sostuvo con más fuerza, y aunque en su interior también había dolor, decidió cargar con el peso de ella. Si tenía que ser su muralla, lo sería.
Los hombres del pueblo se acercaron para llevar el ataúd. Meryl estalló en otro grito de dolor, extendiendo la mano hacia la caja como si aún pudiera detenerla. Angus la abrazó con más firmeza, conteniendo sus propios temblores.
—Déjalo ir, Meryl —dijo suavemente, casi en un ruego—. Tu padre te amaba… y estoy seguro de que lo último que querría es verte romperte así.
Ella sollozó más fuerte, pero al final su cuerpo cedió, dejándose caer contra él.
La procesión comenzó a moverse de la funeraria, y con cada paso que daban alejando a su padre, Meryl sentía que su corazón se hacía pedazos.
.
La tierra húmeda cayó pesada sobre el ataúd, golpeando con un sonido sordo que se confundía con los truenos que rugían a lo lejos. La lluvia no cesaba; empapaba el cabello de Meryl y corría en surcos por su rostro, mezclándose con las lágrimas que no habían dejado de caer. Sentada sobre la tierra recién removida, sus manos hundidas en el barro, parecía aferrarse al último lugar que guardaba a su padre.
La gente comenzó a dispersarse en silencio, algunos murmuraban plegarias, otros inclinaban la cabeza al pasar. La señora Astrid se acercó y la envolvió en un abrazo cálido, intentando transmitirle consuelo. Pero Meryl no respondió. Sus brazos permanecieron inertes, su mirada perdida sobre la lápida aún sin grabar.
—Cariño… —susurró Astrid con la voz quebrada, acariciándole la espalda.
Meryl no contestó, no parecía oírla. Solo respiraba con dificultad, como si el peso de ese instante la estuviera aplastando.
Angus caminó un paso hacia Astrid y apoyó una mano en su hombro. Ella se giró apenas cuando él le indicaba con un gesto que no insistiera y se retirara.
Astrid dudó un instante, pero al ver la mirada de Angus, entendió. Asintió con un suspiro y comenzó a alejarse lentamente.
Angus no se movió de su lado. Permaneció de pie, silencioso, vigilante, como un guardián que respetaba el duelo de la mujer a la que había comenzado a ver con otros ojos.
—Me dejaste sola, papá... —la voz de Meryl salió apenas audible.
Trató de incorporarse, pero las fuerzas le abandonaron y se desmayó sobre la tumba de su padre.
—¡Meryl! —Angus se apresuró a levantarla. Apartó unos mechones de su rostro y limpió el barro con cuidado. Sin perder más tiempo la cargó en brazos y la llevó hasta su coche.
Más tarde, cuando Meryl se despertó, estaba en una habitación que no reconocía y en una cama que no era suya.
El olor a madera y a tierra mojada impregnaba el ambiente. Meryl parpadeó con dificultad, desorientada. El techo alto y las cortinas gruesas que dejaban filtrar apenas un hilo de luz no le eran familiares. Se incorporó bruscamente, pero el mareo la obligó a recostarse de nuevo.
Editado: 23.08.2025