Antes de amanecer en el infierno, Úrsula durmió una noche en el purgatorio.
Después de la llamada de Janneth, y de llorar hasta que se le hincharon los ojos, cayó en un duermevela del qué salía y entraba cada vez con más ansiedad y frustración. Estaba agotada y deseaba dormir, pero no podía. Los recuerdos, buenos y malos, acudían solos, y eran como leña al fuego para la furia y el odio en que se consumía su alma. El amanecer la sorprendió con los ojos aun abiertos, y a pesar, de que el cuerpo le pedía a gritos reposo; lo obligó a ponerse de pie y a prepararse para la jornada qué se les venía encima; se bañó, se cambió, se maquilló ocultando las ojeras que le colgaban debajo de los ojos, y salió dispuesta a darle batalla a la perra de Janneth.
Aún quedaban dos grupos, los más extremistas, comprometidos con la causa y listos para continuar con las manifestaciones; y aquella mañana, salió preparada para gritar como no lo había hecho nunca, y lista para tirar por el suelo la reputación de la presuntuosa familia de Esther y Janneth, con las revelaciones qué tenía preparadas para la entrevista de la noche.
El día había amanecido nublado y ventoso, sin embargo, no sentía frío, estaba demasiado excitada y furiosa para sentirlo. Camino a lo largo de la cuadra con la ciega determinación de un incendio fuera de control, pero al llegar a la esquina su ardiente entusiasmo de pronto se ahogó en medio de un grito.
En el quiosco de revistas y periódicos su fotografía llenaba la primera plana del observador.
–¡¿Qué hiciste cara de culo?! –exclamó con un chillido angustioso–¡Me has condenado, maldita perra! ¡Acabaste con mi vida por segunda vez!
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Patrick no tuvo tiempo de ver noticieros ni periódicos. La noche anterior había llegado muy tarde a casa, en realidad, toda la semana había estado llegando tarde, pero aquella última vez Andrea no se lo disculpo: le pidió cuentas al llegar, se acostaron peleando y se levantaron peleando; Patrick se bañó y cambio a la carrera con la intención de escaparse, pero Andrea no le dio tregua y lo persiguió por toda la casa haciéndole recriminaciones; por último, Patrick perdió la paciencia y se puso a gritarle, y los niños, alarmados, salieron corriendo de sus cuartos y se atrincheraron a la par de su madre dispuestos a defenderla, entonces, boquiabierto, desconcertado y dolido por la reacción de sus hijos, se dio la vuelta y se marchó dando un portazo.
Al principio condujo sin rumbo determinado. Estaba demasiado exaltado. Andrea no acostumbrara a hacerle aquellos dramas, era obvio que algo había cambiado en ella durante las últimas semanas. Al llegar a un semáforo tuvo tiempo para decidir a donde ir, y al cambiar la luz al verde giro a la derecha y se encaminó al centro comercial donde sin duda Johana, en aquel instante, estaría abriendo la tienda. La necesitaba. Johana sabía cómo apaciguarlo cuando se ponía como un cencerro. Estaba preguntándose porque Andrea no podía ser igual, cuando el teléfono timbro con la primera llamada de la mañana: resultó ser uno de sus leales gerentes qué le comunicó que el frente de la tienda había amanecido libre de manifestantes.
–¿Estás seguro? –lo interrogó, Patrick–¿no será que hoy llegan más tarde?
–No creo jefe. En todo caso lo mantendré informado.
–Por favor. No dejes de llamarme. Al rato caigo por ahí– Colgó y casi inmediatamente le cayó la llamada de otro gerente comunicándole la misma buena noticia, colgó, y sucesivamente, tuvo que atender tres llamadas más con la buena nueva.
–¡Hija de puta, lo lograste!! – se dijo pensando en Janneth – pero, ¿cómo lo hiciste? ¿Negociaste con Úrsula o lograste vencerla?
Anticipándose, decidió visitar las tres tiendas que le quedaban en el camino para comenzar a organizar y a supervisar las aperturas en el incierto ambiente de nueva normalidad. Lo último que le hacía falta aquel día, y no estaba dispuesto a permitirlo, era que lo acusaran de no hacer bien su trabajo.
"Haré las visitas lo más breves qué pueda"–se dijo–"y luego me iré a la oficina. Si quiero enterarme de los detalles de lo que está pasando es ahí donde debo ir."
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Antes de que el día despuntará Alberto tuvo un último sueño. Una pesadilla qué comenzó con una visión de agradables recuerdos paradójicamente enraizados en sus terrores más profundos. El cómo podía ser tal cosa tenía que ver con la forma en que Alberto había lidiado con el único y más persistente terror qué lo había atormentado en la vida: el terror a perder a Esther. Antes de casarse lo había mantenido a raya escribiendo poemas sombríos en lo que drenaba la amargura de su amor no correspondido, y alimentándose con la esperanza de que algún día, la mujer que amaba, abriese los ojos y viera en él al hombre de su vida. Después de casarse, y como en un cuento de hadas o un culebrón televisivo, lo natural habría sido qué encontrará la tranquilidad del vivieron felices para siempre, sin embargo, su terror a perderla lo único que hizo fue volverse más sutil: a veces, en las noches, solía despertar sobresaltado después de sueños, en los que su vida al lado de ella era representada como una ilusión, y tenía que palparla en la cama para convencerse de que efectivamente ella dormía allí, a su lado. A veces sin previo aviso y en las situaciones y lugares más inusuales él la abrazaba y la besaba solo para confirmar su presencia. Eran besos y abrazos amorosos y tiernos (a los que ella correspondía feliz y halagada) pero también desesperados, y más nacidos de la ominosa inseguridad que de la certeza de sus sueños al fin realizados. Cuando los ataques de pánico lo sorprendían lejos de Esther, no retornaba a la paz hasta que lograba comunicarse con ella y volvía a escuchar su voz, y durante el sueño final de aquella noche, revivió precisamente la última vez que uno de aquellos ataques lo sorprendió. Había sido durante una junta de negocios. Un ataque tan repentino y perturbador qué luego juraría que más bien había sido el presentimiento de la tragedia qué ocurrió después.
Editado: 14.02.2024