Todo estará bien

CAPITULO 68

 

El asunto era que había hecho una promesa. Le había prometido a la moribunda Leticia cuidar a Manuel incluso de sí mismo. Cuando recordaba aquella última tarde que habló con su madre Janneth arrugaba siempre la nariz; las memorias de aquel momento eran tan vívidas que casi podía sentir los olores a medicamentos y a carne pudriéndose. El cáncer se había dado un gran festín con su madre y a Janneth aún le perturbaba recordar aquel cuerpo maltrecho y consumido. Algún día… ella podría terminar igual…

El sombrío pensamiento la hizo estremecerse y sacudió la cabeza como para quitárselo de encima. Le temía al cáncer tanto como odiaba los hospitales y aborrecía la megalomanía y las manipulaciones de Manuel. Por momentos la invadía un placer anticipado al imaginar la cara que esté pondría al recibir su renuncia, pero casi al instante la embargaba el remordimiento de faltar a la promesa que le había hecho a su madre; estaba atrapada entre deseo de vengarse de su padre por haberla humillado y herido su orgullo y la lealtad que le debía a la memoria de su madre. Le quedaban solo dos días de vacaciones; en ese corto tiempo tenía que decidir su futuro en Divas y no estaba ni cerca de llegar a una resolución final. Sobre la mesita de sala aun reposaba la carta de renuncia y Janneth la observaba enfurruñada y con una mezcla agridulce de anhelo vengativo y mortificante reticencia; el timbre del apartamento de pronto sonó y sus divagaciones se esfumaron agitadas por un estremecimiento de pánico. Puesto que generalmente no recibía visitas de nadie dedujo que quienquiera que estuviera llamando a la puerta tenía que ser alguien de la empresa, alguien interesado en hacerla entrar en razón, inmediatamente descartó a Manuel y a Erick, el primero porque su arrogante seguridad lo tenía convencido de que ella volvería a la empresa sin necesidad de esforzarse en convencerla y al segundo porque jamás se aventuraría a semejante tarea a no ser que Manuel se lo exigiera y  dadas las circunstancias eso era más que improbable, así pues tenía que ser Julia, era la única con la iniciativa, las razones y la culpa suficiente para asumir aquella misión, Janneth, sin embargo, no tenía deseos de ver a la traidora de su hermana así que  aferrada a la comodidad de su enfado fingió no estar escuchando el timbre y esperó a que se marchara.

–Janneth sé que estas allí…

El grito la hizo respingar espantada y de pronto se encontró en la complicada situación de no saber qué hacer…era Alberto.

–Abre la puerta por favor.

El timbre siguió sonando seguido de enérgicos golpes a la puerta.

–No me voy a ir hasta que abras esa puerta. Me quedaré a dormir en el pasillo si es necesario y sabes muy bien que soy capaz de hacerlo.

Y después de todo lo que lo había visto hacer en los últimos días no le quedaba duda de que hablaba en serio.

"Al demonio" pensó "no le voy a abrir, si quiere que se monte un campamento en el corredor"

Sin embargo, hacerse la sorda le pareció una actitud que podía tomarse como inmadura; cierto que no le hubiera importado qué así lo pensaran Julia o Erick…pero Alberto… ¿porque todo tenía que ser tan diferente con Alberto?...

–Maldita sea–exclamó, se puso de pie y se encaminó a abrir la puerta sin certeza de con qué humor recibirlo

"¿Por qué las cosas tienen que ser tan difíciles con él?" se preguntó muy enfadada consigo misma. "Bien, solo lo dejaré hablar. Que diga lo que tenga que decir y que luego se valla al diablo" decidió.

Sin embargo, al abrir la puerta y verlo, se topó con que Alberto cargaba con él una bolsa de mercado llena de…dios…llena de suficiente porquería como para realmente montar un campamento en el corredor.

–Traje palomitas con mucha margarina, tal como a ti te gustan. Nachos, queso, té frío en lugar de coca cola además de…

–Alberto, ¿Qué piensas que…

–Y traje Casa Blanca–dijo agitando con la mano libre un estuche con el DVD de la película.

Casa Blanca fue un golpe realmente bajo. Janneth sintió que los recuerdos, los pocos recuerdos buenos que atesoraba disolvían el mal humor que se cargaba y le ablandaban la tozudez.

De pequeña no solo había sido fanática del cine romántico, sino también la única que compartía con Alberto aquel especial interés. La única que se quedaba con él hasta el final de las películas cuando la pandilla coincidía en la caza de Félix, y donde Alberto, que era el mayor, escogía que mirar. Recordó que era Erick, al que el cine le era indiferente, el primero en abandonar silenciosamente y discretamente la sala seguido de Patrick que prefería las películas de guerra y aventuras y que se marchaba siempre anunciando que tenía que hacer algo y prometiendo regresar pronto; más pragmática y descarada, Julia, para la cual el buen cine no era tal si no salpicaba la pantalla de sangre, vísceras, y asquerosas secreciones de monstruos reptantes, se largaba exactamente cuándo se acababa la última golosina, que por lo general era ella quien se la tragaba, y por último, y paradójicamente, la última en dejarlos solos era Esther, y nunca por voluntad propia, sino porque se hartaba de las increpaciones de Alberto. Esther odiaba tanto el cine como la televisión y si se aguantaba aquellas tardes era por el placer de mortificar a los demás, pero sobre todo a Janneth, con comentarios despectivos hacia las tramas cursis y ridículas de las películas que le gustaban, al inicio de las interrupciones Alberto le pedía silencio amablemente, pero en la medida Esther se ponía mas grosera él la mandaba a callar con más rudeza.




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