Todo inició con una mentira

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Estaba completamente segura de que eran las tres de la mañana cuando mis dedos se entumecieron de tanto escribir y me pidieron a gritos que finalmente colocará en alquiler la habitación que sobraba en mi departamento. Realmente no quería hacerlo, pero los cheques del editorial mes tras mes se volvían más pequeños y los dígitos desaparecían rápidamente de él. Necesitaba dinero urgentemente antes que no pudiera llegar a fin de mes, mi madre me lo había repetido unos cuantos millones de veces al día, necesitaba alquilar aquella habitación sobrante, pero la idea de meter a un desconocido a mi hogar no me parecía lo más correcto que pudiera hacer.

Durante meses me había hecho creer a mí misma que podría conseguir pagar la hipoteca de la casa de mis padres e incluso podría con los gastos del departamento. Sin duda había sido demasiado ingenua y no me había percatado hasta en estos momentos que necesitaba escribir tres libros para esa semana o no podría pagar ninguna de mis facturas.

Levemente, me temblaron las manos al tomar mi pequeño teléfono celular del escritorio blanco, ocasionalmente solía tener aquellos temblores. Siempre supuse que era por culpa de mi cansancio muscular, pero nunca había tenido interés en buscar el verdadero motivo de mis temblores.

Mi teléfono celular casi no tenía batería, pero tenía la suficiente como para poder mandarle un mensaje a mi representante, que a pesar de deberle cinco meses de sueldo seguía estando a mi lado por la simple razón de que pensaba que podría escribir una obra de arte en algún momento, ni siquiera yo estaba segura de ello, pero si ella confiaba en mí digamos que yo también lo hacía.

“Supongo que es momento de finalmente hacerle caso a mi madre y alquilar la habitación principal” escribí antes de enviar. Enviar aquel mensaje de texto me dejó una extraña sensación en todo el cuerpo y un repentino escalofrío que recorrió toda mi columna vertebral. Inmediatamente, deseé borrar aquel mensaje o cancelar su envío, pero algo dentro de mí me lo prohibió, seguramente era el hecho de saber que si cancelaba aquel mensaje no podría conseguir el dinero que necesitaba en esos momentos.

“¿Cuánto?” respondió ella de inmediato. En aquellos momentos ni siquiera sabía cuánto era un precio razonable para el alquiler de una sola habitación, no podía regalar el alquiler, pero tampoco debía cobrar demasiado o nadie quería alquilarla

“500, asegúrate que sea una chica o un chico gay que no intente violarme en medio de la noche” escribí al enviar el mensaje de texto, estaba completamente segura de que ese sería un precio razonable, teniendo en cuenta que no le exigiría más dinero por utilizar mi internet, ofrecerle agua caliente, un buen aire acondicionado y sobre todo parte de mi comida, ya que siempre terminaba haciendo una porción doble.

“Haré lo mejor que pueda, descansa Ana, mañana tengo junta con tu editor” leí en la pequeña pantalla rota de mi celular, inmediatamente me llevé el teléfono a la frente, había olvidado por completo la maldita junta con mi editor y tendría que trabajar el doble para poderle llevar un maldito borrador o al menos un avance que pudiera servirle.

Normalmente, escribía con facilidad, pero desde que mi relación se había ido al carajo y había terminado asistiendo durante un largo tiempo con la psicóloga me había dado cuenta de que mi imaginación había ido en una terrible decadencia que no sabía cómo parar. Todos lo sabían, esa era la razón por la que mis novelas habían dejado de salir como pan caliente, la razón por la cual mis ventas habían bajado, la razón por la cual mis cheques se habían encogido sorprendentemente.

Mi madre me había aconsejado mil veces que saliera de mi pequeña cueva llamada “Mi habitación” pero no podía evitarlo, me gustaba estar ahí. Sabía que debía encontrar una nueva fuente de inspiración y si corría con suerte probablemente conseguiría que mi inquilino me ayudara a crear unos cuantos nuevos manuscritos.

Todo a mi alrededor estaba en completo silencio, excepto por el sonido que causaba la bomba de oxígeno que había colocado hace unos días en mi acuario, el pequeño sonido que causaba el sonido del agua era relajante. Tanto que ni siquiera pude percatarme en qué momento terminé quedándome dormida sobre el asiento de cuero blanco que me había regalado mi exnovio.

En la mañana siguiente me había despertado como una completa loca desquiciada, la mañana había sido un desastre. Mi impresora se había trabado y se había atascado dos hojas del pequeño borrador que había logrado hacer en la noche anterior. Había tenido que imprimir nuevamente todo y por culpa de ello había llegado tarde a la maldita reunión con mi editor.

Charles normalmente tenía una pésima actitud, llegaba todos los días a la oficina con su cara de pocos amigos, demostrando a media oficina que no estaba en ese lugar para hacer ni un solo amigo. Todos odiaban trabajar con él, incluso yo, pero no era una autora tan famosa como para exigir un cambio de editor o al menos de actitud. Llevaba dos años trabajando con él y entre más lo conocía más me daba cuenta de que no podía confiar en él.

Ocasionalmente, lo había descubierto tratando de mirar un poco más allá de lo que mis prendas solían permitir ver, también había descubierto que ocasionalmente robaba dinero de la compañía y parecía no querer ocultarlo.

Teniéndolo frente a mí en esos momentos me podía dar cuenta de lo mucho que lo odiaba, mientras él simplemente me regalaba una fría mirada que prometía atravesar mi corazón y alma en cualquier momento.




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