…Nik…
Siempre había amado mis cumpleaños, desde que podía recordar siempre fue un día lleno de entusiasmo y atención que claramente me gustaba. Pero por primera vez, en mi cumpleaños número veintiuno, no había nada de eso.
Mis padres y Chris entraron a mi habitación por la mañana con un pastel de chocolate y luego de la serenata de cumpleaños, me hicieron soplar las velas. No había podido desear nada.
—Cada vez más cerca de los treinta —se burló Chris.
Logré regalarle una sonrisa.
—Dejemos que Nik se arregle. —Mamá habló sacando a todos—. Luego de tu desayuno tendrás una gran rebanada de pastel.
Mi menté saboreó el glaseado de chocolate animándome un poco.
Estaba secando mi cabello cuando recibí un mensaje de Olivia. Demonios, la extrañaba. Y aunque una parte de mí ya lo sabía, ahora era más consciente de que Olivia se estaba haciendo muy importante.
Habría sido un verdadero regalo verla hoy, poder besarla y que su simple presencia fuera suficiente para alejar todos los males.
[Feliz cumpleaños, Nik…ya no me siento una depravada de menores. Te extraño. Xo.]
Aun recordaba su cara cuando descubrió que tenía veinte, no fue muy sabio decírselo mientras patinábamos.
[Gracias, señora Robinson. También te extraño.]
Bajé a la cocina donde mi familia ya estaba tomando su desayuno alrededor del comedor, había globos y un letrero de cumpleaños. Mi puesto en la mesa estaba decorado y había un gorro colorido con mi nombre.
—Gracias, mamá. —Sonreí cuando me sirvió.
—¿Olivia ya te felicitó? —Chris cuestionó con una sonrisita.
Aun mantenía ese flechazo con ella.
—Si. —Reí.
Mi hermano comenzó a platicar sobre una chica de su clase de esgrima que estaba enamorado de él, claramente no esperaba que mamá le diera tantos consejos.
Papá y yo reíamos por la cara de disgusto que se había formado en su cara mientras ella lo atacaba con cosas que él no podía entender.
—No tienes que preocuparte por tu abuelo, hoy —papá susurró a mi lado—. Al menos a lo que el negocio refiere.
Asentí dejando salir un pequeño suspiro.
…
—Nik. —La voz de mamá llamó del otro lado de la puerta.
—¿Sí?
La puerta se abrió a mis espaldas y aparté la vista de mi laptop. Estaba muy atrasado en mi tesis y tareas.
—¿Has visto la hora? —inquirió señalando su reloj—. Los invitados no tardan en llegar y tu sigues metido en esa pantalla.
—Perdón, es solo que tengo muchas cosas pendientes.
Mamá sonrió con dulzura.
—Solo arréglate, cariño.
Con mamá fuera de mi habitación, me puse de píe para ir a la ducha. Mis ojos fueron hasta el lienzo a la mitad. Con algo de polvo y rasgado. Meses atrás habría terminado en semanas, ahora estaba incompleto. Atrapado como yo.
Minutos después, estaba frente al espejo del lavabo acomodando mi cabello y aplicándome perfume.
Por un momento observé mi reflejo, asegurándome que aún seguía siendo el mismo Nik, que estos malditos días en el infierno no habían apagado algo dentro de mí. Había visto cosas y escuchado cosas que nadie en su sano juicio debería. Odiaba esto y sentía que también comenzaba a odiarlo a él.
—¿Nik? —Sophia entró en mi habitación sin molestarse en tocar.
La miré rápidamente, incapaz de verla a la cara. Apenas habíamos intercambiado unas cuantas palabras desde que había regresado de Londres hace una semana. Era sencillo no sentir el distanciamiento cuando pasaba todo el día lejos de casa.
Una presión se instaló en mi pecho. Extrañaba a mi hermana tanto como extrañaba a Stef.
—Acaban de llegar los abuelos Leónidas y María.
Sabía que mi hermana estaba junto a mí, mirándome en silencio.
—¿Hasta cuando vas a seguir así? —preguntó con inquietud—. No sé cómo nuestros padres no lo notan.
¿Qué sé siente saber que nunca iras al infierno? Las palabras que alguna vez fueron dirigidas a mí me atravesaron quemando todo a su paso.
—Nik, no te ves bien.
Fui consciente de mi expresión y el sentimiento en mi mirada. En un parpadeó todo eso desapareció y regresó el control que había dejado caer.
—Me siento algo cansado.
Y como era de costumbre, mentí. Sophia me observó detenidamente.
—¿Qué fue lo que te hice para que pienses que tienes que mentirme?
Apreté la mandíbula controlando mis sentimientos.
—Tengo que ir abajo —murmuré apagando la luz y yendo afuera.
Sophia me siguió en silencio, pero se alejó cuando llegamos a la planta principal de la casa.
—Feliz cumpleaños, mi niño. —La abuela María me abrazó con cariño entregándome una bolsa de regalo.
Editado: 07.09.2025