Todo lo oculto saldrá a la luz

Capítulo 42

"Sentí que lo amaba tanto que me dolía el cuerpo, incluso aún conservaba mis manos temblorosas."

Cecily Beaufort

Me paré en la enorme cubierta y concentré mis ojos en el cielo que se ponía en el horizonte acuoso. El mar golpeaba los costados del navío tanto como la vida había golpeado mi corazón y todas las esperanzas de ser feliz que albergaba. Deseé volver el tiempo atrás, deseé volver a esa tarde en casa, cuando le enseñé la carta de Liam a David, decirle que no merecía la pena arriesgar nuestro amor... decirle que nos fuéramos juntos, que fuéramos felices, que nada merecía perder su vida, ni siquiera yo.

decirle que nos fuéramos juntos, que fuéramos felices, que nada merecía perder su vida, ni siquiera yo

Sentí que lo amaba tanto que me dolía el cuerpo, incluso aún conservaba mis manos temblorosas. Las levanté sobre el borde y miré su movimiento trémulo y acompasado. Cerré mis ojos y su mirada ausente me perturbaba, rogué a Dios que me ayudara a borrar esa imagen, que me dejara los recuerdos bonitos y felices, sus hoyuelos que amaba, sus carcajadas sonoras, sus burlas constantes, sus palabras dulces, sus gritos y reproches, la manera en que se paraba y me daba la espalda cuando estaba enojado, su respiración sobre mi rostro, sus labios rozando los míos, sus palabras de amor. Todo parecía un sueño lejano y doloroso.

—Señorita, la cena será servida

—Señorita, la cena será servida. —Asentí al hombre que hablaba a mi espalda y

 acomodé mi sombrero, sequé mis lágrimas e inspiré profundo.

Hubiera querido quedarme en Inglaterra para el funeral de David y de mi padre, pero fue imposible, el médico no lo recomendó debido a mi estado de nervios, y Liam por supuesto acató sus órdenes. Por más que me quejé, lloré y lamenté, algo puso el doctor en mi té, puesto que me dormí profundamente y cuando desperté todo había pasado. Solo quedaban dos lápidas escritas con el nombre de los hombres más importantes de mi vida, y por supuesto el tercer agujero negro dentro de mí, que devoraba constantemente lo poco que me quedaba.

No salían buques todos los días, y ya no podía quedarme más tiempo en la posada. Liam debía reincorporarse al ejército y recibir todos los honores y el ascenso de posición. Sería capitán y eso me enorgullecía muchísimo, él lo merecía sin duda alguna.

Había enviado una carta a Lisbeth, explicándole lo que había sucedido y ofreciéndole mis condolencias más profundas, mi amistad, y la posibilidad de que viniera conmigo si lo necesitaba. Sólo me respondió que David me amaba, y que ella entendía mi dolor y mis angustias, que tenía en ella una amiga para siempre y que debía quedarse con su padre que estaba muy enfermo. La entendía, la familia es lo primero, pensé con ironía, aunque tal vez, su padre sí merecía tanto sacrificio.

Caminé hacia el salón de las comidas mientras acomodaba mi falda negra y secaba mis lágrimas para poder compartir con los demás pasajeros y llevar una comida amena, después de todo, el viaje duraría unos meses.

América, ocho meses después

América, ocho meses después

—Tía Margot, ¿quieres que te sirva un té?

—Sí hija... por favor. —me puse de pie y tomé la tetera de la bandeja mientras volcaba la humeante infusión en su taza.

—Qué bueno que estés aquí Ceci... no imaginas lo bien que me hace tu compañía... cuando me enviaste la carta hace tiempo, me sentí muy feliz, aunque al mismo tiempo agobiada por las circunstancias penosas que me comentaste... ¿Alguna vez podrás contarme?

—Lo siento tía, pero juré ante la corona que no diría absolutamente nada, y debo cumplirlo...

—Entiendo... —se hizo silencio por un instante y luego continuó —¿te gusta el lugar?

—Oh sí... es bellísimo... —me acerqué a la baranda de la casona y observé los jardines del vecindario. Todo se veía muy bonito y el aire se sentía distinto. Habíamos estado los primeros meses en su casa en las plantaciones y hacía un mes que nos habíamos instalado la casa de la ciudad.

—¿Cuándo piensas salir? Ha llegado una invitación para el cumpleaños de el señor O'Brien... sería bueno que vayamos... —me volví un instante hacia mi tía. Era una mujer hermosa, de unos cuarenta y nueve años, conservaba una hermosa figura y era viuda. Había heredado de su marido unas plantaciones de caucho en la Amazonia y la ubicaba en una gran posición económica. No tenía hijos y me había acompañado todos esos meses en mi luto, entendía que necesitara una salida de diversión y esparcimiento.




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