Todo Lo Que Fui

LA NIÑA QUE NO PEDÍA NADA

Crecí en una casa demasiado grande para mí.
Demasiado grande para una niña que siempre estaba sola.

Los pasillos eran largos, silenciosos, perfectos. Nada se salía de su lugar. Ni los muebles. Ni los cuadros. Ni las personas. En esa casa todo estaba tan en orden que no había espacio para el desorden de los sentimientos.

Mi madre se iba antes de que amaneciera. Escuchaba sus tacones alejarse por el vestíbulo mientras yo seguía acostada, fingiendo dormir. A veces regresaba de noche. Otras veces no regresaba.

Dejaba notas sobre la mesa:

“Hija, vuelvo tarde. Compórtate. Te quiero.”
Las guardaba como si fueran abrazos.
Porque eran lo único que tenía.

Mi padre solo aparecía los fines de semana. Siempre impecable. Siempre puntual. Siempre lejos. Me preguntaba por mis calificaciones, por mi conducta, por lo que había logrado… nunca por lo que sentía. Si decía que estaba cansada, respondía:

—“Eso es bueno. Significa que estás avanzando.”

Si decía que estaba triste, decía:

—“No exageres.”

Así que aprendí a guardar mis palabras como si estorbaran.

Matteo fue mi refugio por un tiempo. Con él sí hablaba. Con él sí reía de verdad. Con él sí podía ser una niña. Pero también se fue. Primero a estudiar lejos. Luego a vivir lejos. Luego a una vida donde yo ya no cabía todos los días. Las llamadas se volvieron escasas. Las visitas, promesas. Y yo aprendí a no esperarlo demasiado.
Porque esperar duele.

Sin que nadie me lo pidiera directamente, aprendí a no necesitar.
Desayunaba sola.
Hacía la tarea sola.
Me enfermaba sola.
Lloraba sola.

Descubrí algo muy pronto: cuando eres independiente, nadie se preocupa.

Y cuando nadie se preocupa, nadie hace preguntas.
En la escuela empecé a destacar. No porque fuera brillante… sino porque necesitaba hacerlo bien. Las buenas notas traían sonrisas. Los diplomas traían orgullo. Los aplausos llenaban, aunque fuera un poco, los huecos de mi casa.

Me convertí en la estudiante modelo.
Siempre puntual.
Siempre correcta.
Siempre impecable.

—“Vittoria es un ejemplo.”
—“Vittoria nunca se equivoca.”
—“Vittoria siempre puede sola.”

Y esa frase se me quedó tatuada por dentro:
Siempre puedo sola.
Cuando algo me dolía, no decía nada.
Cuando algo me asustaba, me obligaba a ser valiente.
Cuando algo me sobrepasaba, sonreía un poco más fuerte.

Porque pedir ayuda era molestar.
Porque llorar era incomodar.
Porque tener problemas era ser una carga.

Veía a otros niños correr a los brazos de sus padres cuando tenían miedo, cuando caían, cuando se sentían insuficientes. Yo no. Yo me sacudía las rodillas, me limpiaba las lágrimas antes de que alguien las notara y seguía caminando.

Aprendí a ser fuerte sin entender que nadie debería serlo a esa edad.

Con el tiempo, mi perfección dejó de ser un escudo… y se volvió una cárcel. No podía fallar. No podía decir que no podía. No podía romperme.

Y así, la niña que no molestaba se convirtió en la adolescente que no pedía nada.
No porque no necesitara ayuda.
Sino porque ya había aprendido que no siempre venía.




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