Después de esa conversación, cambié de estrategia.
Si Matteo iba a mirar con lupa cada uno de mis silencios, entonces me volvería impecable. Si él temía por mí, le enseñaría la versión más perfecta de mí misma.
Empecé a sonreír más.
A hablar de la escuela como si todo fuera normal.
A contar anécdotas pequeñas.
A responder “todo bien” con tanta naturalidad que casi sonaba sincero.
Me obligaba a parecer estable.
Y funcionó.
Matteo, poco a poco, empezó a relajarse.
—Te veo mejor —me dijo una tarde.
—Porque estoy mejor —respondí.
Pero no lo estaba.
Por dentro, nada había sanado.
Solo se había vuelto más profundo.
Las noches seguían siendo largas.
El espejo seguía siendo cruel.
El miedo al futuro seguía apretándome el pecho.
Las ideas oscuras ya no llegaban como preguntas…
llegaban como una posibilidad.
No quería morir.
Pero sí quería dejar de existir para todos.
Empecé a imaginarlo como algo limpio.
Silencioso.
Ordenado.
Desaparecer sin causar ruido.
Sin molestar.
Sin que nadie tuviera que cargar conmigo.
La idea no me asustaba.
Me tranquilizaba.
Mientras tanto, con Matteo, yo era luz.
Reíamos.
Veíamos películas.
Cenábamos juntos.
Él pensaba que su hermana estaba saliendo del pozo.
Yo pensaba que estaba aprendiendo a ocultarlo mejor.
Una noche, mientras él hablaba de sus planes, lo miré con una ternura extraña. No como antes. No como siempre. Lo miré como quien ve por última vez algo que ama demasiado.
—¿Qué? —preguntó, notando mi silencio.
—Nada —dije—. Solo… gracias por quedarte ese día.
—Siempre voy a quedarme, Tori.
Sonreí.
Pero por dentro pensé:
No cuando decida irme.
Y por primera vez, la idea de desaparecer dejó de ser solo un pensamiento triste.
Empezó a convertirse en un plan.
Uno que todavía no tenía forma…
pero ya tenía intención.