Todo Lo Que Fui

CUANDO NOS VOLVIMOS DISTANCIA

El cambio llegó sin pedir permiso. No fue un golpe de una sola vez, sino una suma de pequeñas despedidas disfrazadas de rutina.

Mi aceptación a la preparatoria llegó primero.
Un sobre elegante.
Un nombre importante.
Un futuro que sonaba a promesa… y a miedo.
Blackmoor Academy.

Una escuela de élite. Lejana. Exigente. Fría, incluso en el papel.

Mi madre sonrió con orgullo.
Mi padre asintió satisfecho.
Todos hablaron de oportunidades.
Nadie preguntó si yo quería irme.

Matteo recibió la noticia sentado en el sofá, con la mochila lista para volver a la universidad.

—Entonces… te vas —dijo, sin saber muy bien si era una afirmación o una pregunta.

—Parece que sí.

—Siempre supe que llegarías lejos.
Sonreí.

Pero por dentro, algo se me apretó.
Porque “lejos” sonaba demasiado parecido a “sola”.
Al mismo tiempo, a Matteo también lo estaban jalando hacia otro sitio.

Su carrera se volvió más demandante.
Más horas.
Más responsabilidad.
Menos casa.

Primero dejó de ir entre semana.
Luego faltó un fin de semana.
Después dos.

Las llamadas seguían, pero ya no eran iguales.

—Estoy ocupadísimo, Tori. Te marco luego.
Y luego se volvía mañana.
Y mañana, otra semana.

Empecé a hacer mi maleta en silencio.
Doblando la ropa con cuidado.

Guardando cosas pequeñas que casi nadie veía importantes: una pulsera vieja, una foto doblada, una libreta donde escribía lo que nunca decía.

Matteo entró a mi habitación mientras cerraba la maleta.
—¿Ya te vas?

—En dos días.

Nos quedamos de pie, sin saber bien qué hacer con ese espacio que empezaba a abrirse entre nosotros.

—Voy a visitarte —dijo—. Todo lo que pueda.

—Y yo a ti.

Ambos sabíamos que la vida a veces promete cosas que no siempre cumple.

El día de la despedida fue rápido.
Demasiado rápido para todo lo que no nos dijimos.
Matteo me abrazó fuerte.
Un abrazo distinto.
No de hermanos.
De dos personas que saben que algo se está acabando.

—No te pierdas —me dijo al oído.

Quise decirle: No sé cómo quedarme.

Pero solo respondí:
—Tú tampoco.

El auto me llevó.
Matteo se quedó mirando cómo desaparecía en la curva.
Y por primera vez, sentí que ya no podía protegerme de nada.

Las primeras semanas nos escribíamos todos los días.
Mensajes cortos.

Fotos casuales.
“¿Cómo estás?”
“Bien, ¿y tú?”
Mentiras suaves.
Mentiras necesarias.

Luego las respuestas empezaron a tardar más.
Primero horas.
Después días.
No por falta de cariño.
Sino por exceso de vida.

Yo me sumergí en la preparatoria.
En los pasillos nuevos.
En las miradas que no conocía.
En la presión de empezar de cero.

Matteo se hundió en la universidad.
En los horarios imposibles.
En las noches sin dormir.
En la responsabilidad de ser adulto sin haber terminado de ser joven.

Y sin darnos cuenta, empezamos a ausentarnos mutuamente.
No dejamos de querernos.
Solo dejamos de alcanzarnos.
A veces abría el chat con mi hermano.

Escribía:
“Tengo miedo.”
Y lo borraba.
Escribía:
“No estoy bien.”
Y también lo borraba.
Al final, siempre enviaba lo mismo:
“Todo bien.”
Y Matteo, desde otro punto del mapa, me respondía:
“Me alegra.”

Sin saber que esa frase era mentira de ambos lados.
Mis noches volvieron a hacerse largas.
Ahora en una habitación distinta.

Con paredes que no conocían mi silencio.
Con un futuro que exigía más de lo que sentía que tenía.
Pensaba en mi hermano.
En cómo antes lo escuchaba respirar al otro lado del pasillo.

En cómo ahora solo existía en una pantalla.
Y fue ahí donde entendí algo peligroso:
Que si un día me iba del todo…
probablemente tardarían en notarlo.

No porque no me amaran.
Sino porque estaban lejos.
Y la distancia, cuando se alarga demasiado,
empieza a parecer olvido.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.