Todo Lo Que Fui

BLACKMOOR ACADEMY

Blackmoor Academy no me recibió con ruido.
Me recibió con orden.

Con muros de piedra gris perfectamente alineados.
Con jardines recortados al milímetro.
Con estudiantes que caminaban sin correr, sin reír demasiado alto, sin salirse jamás del margen invisible que parecía rodearlo todo.

Bajé del auto con el uniforme impecable, la espalda recta, el estómago encogido.
Sentí el peso del lugar de inmediato.

No era miedo exactamente.
Era la certeza de que ahí no había espacio para equivocarse.
Mi madre me acomodó el cuello de la blusa con manos rápidas.

—Recuerda quién eres.

Asentí.
Siempre lo recordaba.

Mi padre no bajó del auto. Solo levantó la mano en un gesto breve, correcto. Como si me estuviera despidiendo hacia una reunión importante en lugar de hacia una vida nueva.

El portón se cerró detrás de mí con un sonido limpio.
Demasiado limpio.

Adentro, todo brillaba.

Pasillos amplios.
Pisos que reflejaban el techo.
Retratos antiguos observando desde las paredes como jueces silenciosos.

Los estudiantes ya se conocían.
Se saludaban por apellidos.
Por estatus.
Por historias heredadas de generaciones anteriores.

Algunas miradas se posaron en mí de inmediato.
No por mi belleza.
Sino por mi apellido.

De Luca.

Sonaba extranjero.
Sonaba caro.
Sonaba importante.
Y eso no me hizo sentir segura.

Me hizo sentir observada.

Mi habitación era perfecta.
Cama amplia.
Escritorio pulido.
Ventana enorme hacia los jardines.

Demasiado perfecta para alguien que no se sentía así por dentro.

Desempacé en silencio.
Doblando mi ropa como si cada prenda necesitara pedir permiso para existir ahí. Guardé mis cosas en cajones simétricos. Coloqué mi cepillo, mis libros, mi perfume en línea exacta.

Como siempre:
control afuera para sobrevivir por dentro.
Esa noche, el silencio no se parecía al de mi casa.
Era peor.

Porque aquí no me conocía nadie.
Y estar sola entre desconocidos pesa el doble.
El primer día de clases fue un desfile de nombres que me sonaban ajenos.

Hijos de empresarios.
Herederas de cadenas hoteleras.
Un príncipe menor de una familia europea.
Promesas del futuro.
Me senté recta, respondí cuando me hablaron, participé lo justo.

Volví a ser la alumna modelo.
Pero esta vez el esfuerzo dolía más.
No entendía del todo las dinámicas.
Las burlas eran finas, casi invisibles.
Las jerarquías no se gritaban, se intuían.
Sonrisas educadas.
Comentarios medidos.

Competencia disfrazada de cordialidad.
Aquí no ganaba quien gritaba más fuerte.
Ganaba quien parecía más perfecto.
En los comedores, las mesas se dividían sin que nadie lo dijera.

Yo comía despacio.
Contando bocados sin que nadie lo notara.
Sintiendo culpa incluso antes de terminar.
Escuchaba risas ajenas como si pasaran detrás de un cristal.

Algunas chicas me observaban.
No con desprecio.
Con cálculo.

Una de ellas —alta, sonrisa afilada, cabello oscuro perfectamente peinado— se sentó frente a mí una tarde.

—Eres la nueva.

—Vittoria.

—Giulia.

Nos miramos como quien mide territorios.

—Te ves… distinta —dijo—. Demasiado discreta para este lugar.

Fue un comentario suave.
Pero se me quedó clavado.
Las noches volvieron a ser largas.

En la cama enorme miraba el techo sin dormir. Pensaba en Matteo, en su respiración del otro lado del pasillo que ya no estaba. Revisaba mi teléfono.

“No leído.”
“No leído.”
“No leído.”

Me levantaba temprano igual.
Me arreglaba igual.
Sonreía igual.

Nadie habría dicho que estaba temblando por dentro.
La presión fue creciendo.
Exámenes perfectos.
Disciplina absoluta.
Expectativas constantes.

Y al mismo tiempo, la soledad.
Nadie preguntaba de dónde venía.
Nadie quería saber quién era cuando no era perfecta.
Solo importaba lo que proyectaba.

Fue entonces cuando entendí algo:
En Blackmoor no sobrevivía el más fuerte.
Sobrevivía quien supiera actuar mejor.

La primera fiesta llegó rápido.
Música elegante.

Alcohol servido como si estuviera permitido no sentir nada.

Risas llenando salones enormes.
Yo no pensaba ir.

Pero Giulia apareció en mi puerta.
—Si no te ven, no existes —me dijo—. Y aquí eso es peligroso.

Esa frase me empujó.
Esa noche me puse un vestido que nunca habría usado antes. Me solté el cabello. Me pinté los labios.

Me convertí en una versión brillante de mí misma.
Cuando entré al salón, algunos me miraron por primera vez sin fijarse en mi apellido.

Solo en mi risa. Solo en mi forma de bailar.

Y por primera vez desde que llegué, alguien dijo:
—Ella es divertida.
Sentí algo parecido a alivio.
No felicidad.
Alivio.

Porque entendí que si lograba ser la que prende la luz, nadie se acercaría a preguntarme por la oscuridad.
Esa noche, entre música y sonrisas, sin que nadie lo supiera…
nació la Vittoria fiestera.

La que todos verían.
La que todos amarían.
La que nadie sabría cómo salvar.




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