La fiesta seguía viva a mis espaldas.
Risas.
Cristales chocando.
Música latiendo como un corazón que no era el mío.
Pero yo no estaba ahí.
Estaba sentada en las escaleras traseras de Blackmoor, con el vestido recogido apenas sobre las rodillas, mirando un cielo sin estrellas. El frío empezaba a meterse lento, como si no quisiera molestarme del todo.
Escuché pasos.
No tuve que voltear para saber que era él.
—Te escapaste —dijo Thom, en voz baja.
—Tú también.
Se quedó de pie a mi lado unos segundos, dudando. Luego se sentó, dejando una distancia justa entre nosotros. No incómoda. No invasiva.
El silencio no pesó.
Fue… honesto.
—¿Siempre te vas cuando la música se vuelve demasiado alta? —me preguntó.
—Siempre —admití—. Cuando el ruido empieza a taparme los pensamientos… prefiero huir antes de ahogarme.
Lo sentí mirarme de reojo.
—Yo me voy cuando el ruido es lo único que queda.
Sonreí apenas.
—Entonces huimos por razones distintas.
—O muy parecidas.
Nos quedamos mirando la ventana del edificio de enfrente, donde las luces se movían como sombras sin orden.
—Todos creen que me encanta ese mundo —dije de pronto—. Que vivo para las fiestas. Para reír. Para ser… eso.
—¿Y no es así? —preguntó con cuidado.
Tardé en responder.
—A veces sí. A veces no. Casi nunca del todo.
Asintió despacio.
—Debe ser agotador ser una versión que todos esperan.
Sentí el nudo formarse en la garganta.
No estaba acostumbrada a que alguien mirara sin arrancarme la luz primero.
—¿Tú por qué estás aquí? —le pregunté—. No pareces encajar.
Sonrió apenas.
—Mi padre es profesor invitado. Vine con él. Yo… solo estoy de paso.
—¿No te gusta Blackmoor?
—Me gusta observarlo —dijo—. No pertenecer.
Esa frase me dolió de una forma extraña.
Porque yo pertenecía a todos…
y a nadie.
El viento me movió un mechón de cabello. Thom lo notó, pero no lo tocó.
—¿Siempre estás bien? —preguntó.
Reí bajito.
—Esa es la versión oficial.
—¿Y la real?
Me encogí de hombros.
—La real no asiste a fiestas.
Por un momento, pensé que diría algo más.
Algo importante.
Pero se detuvo.
—No tienes que ser luz todo el tiempo, Vittoria —dijo al final—. A veces, descansar en la sombra también es existir.
Sentí esa frase golpearme el pecho.
Porque nadie antes me había dado permiso de no brillar.
Cuando regresamos a la fiesta, nada había cambiado.
Las luces seguían.
La música seguía.
Mi sonrisa volvió a su lugar.
Pero algo sí era distinto:
Ahora alguien había visto a la Vittoria que no baila.
Y eso, sin saberlo, me volvió más vulnerable que nunca.