Capítulo 1
La boda
Las luces flotaban sobre nuestras cabezas como faroles de un sueño cálido. Frente a mí, Andrés lloraba mientras Lola intentaba no arruinarse el maquillaje. Se veían enamorados. Reales. Listos.
Yo no podía mirar mucho rato.
No cuando, dos sillas a mi izquierda, estaba él.
Gael.
Impecable como siempre.
Cuerpo relajado, mandíbula apretada.
Observando a nuestros mejores amigos decirse “sí” con una media sonrisa que no le conocía. Una sonrisa tranquila, casi… satisfecha.
Y ahí fue cuando el recuerdo me mordió. Frío. Nítido. Imposible de evitar.
---
Entonces —Madrid, un año atrás—
Él salió del probador con el traje a medio ajustar, el pantalón impecable y la camisa aún sin cerrar del todo. Llevaba las mangas remangadas y esa expresión de superioridad natural que siempre le brotaba sin esfuerzo.
—¿Y? —preguntó, girando frente al espejo—. ¿Demasiado formal?
Yo lo observaba desde el sillón de terciopelo, con una sonrisa idiota en la cara y el corazón lleno. Se veía tan… él. Tan hermoso y distante, como si hubiese nacido para una portada de GQ.
Me mordí el labio sin pensar y dije:
—Así te imagino en nuestra boda.
La frase cayó entre nosotros como una gota de tinta en agua limpia.
Él se congeló. Literalmente.
Ni una palabra. Ni una broma.
Nada.
Solo su reflejo en el espejo, endureciéndose. Su mandíbula se marcó. Sus cejas bajaron un milímetro. Y su mirada… dejó de estar conmigo.
—¿Dije algo malo? —pregunté en voz baja, incómoda, ya sintiendo que sí.
Tardó en contestar.
Gael nunca tardaba.
Y eso ya era una respuesta.
—No —respondió al fin, sin mirarme—. Es solo que… no quiero que vayamos tan de prisa.
Se abotonó la camisa con una calma forzada, como si el momento se le hubiera escapado de las manos y quisiera rehacerlo.
—Además —añadió, como si eso cerrara la conversación—, odio las bodas. Me parecen un desperdicio de tiempo y dinero.
Me reí. Una risa suave, tonta, como quien quiere cubrir una herida recién abierta con un chiste.
Y le creí.
O quise creerle.
Porque a veces es más fácil tragarse una mentira que ver lo que realmente hay detrás.
---
Ahora —Caribe, presente
Y sin embargo, ahí estaba.
Aplaudiendo.
Sonriendo por una boda.
Por sus amigos. Por el amor.
Por algo que, según él, “era un desperdicio de tiempo y dinero”.
Tragué saliva.
Debí darme cuenta en ese momento, ¿no?
No odiabas las bodas, Gael.
Solo no las querías conmigo.
Y eso dolía más que cualquier adiós por WhatsApp.
Los aplausos seguían, los “¡vivan los novios!” estallaban como bengalas felices alrededor.
Yo no aplaudí. No podía.
Volteé sin querer —sin poder evitarlo, más bien— y ahí estaban sus ojos.
Claros, tranquilos.
Fijos en mí.
Gael me miraba. Como si no hubiera pasado el tiempo. Como si todo lo anterior no se hubiera quebrado en mil pedazos dentro de mí.
Y bastó eso.
Una mirada.
Una sola.
Para que todo lo que creí haber superado se viniera abajo como un castillo de arena ante una marea cruel.
El aire cambió.
Mi pecho se apretó.
El estómago se me cerró como si alguien lo estrangulara desde dentro.
Me levanté con torpeza, murmurando algo incomprensible hacia Chris, que me miró con preocupación. No lo esperé.
Caminé sin dirección clara.
Crucé la terraza, el bar, el sendero de palmeras y luces tenues.
Mis tacones se hundían en la arena y no me importó.
Solo necesitaba aire.
Cuando llegué a la orilla, me quité los zapatos como si me quemaran. El mar estaba ahí, inmenso, indiferente, precioso. Como él.
La primera lágrima se me escapó sin aviso.
Después vinieron todas.
Me tapé la cara con ambas manos y me dejé caer de rodillas sobre la arena húmeda. No me importó arruinar el vestido. Ni la ceremonia. Ni nada.
No lloraba así desde el día en que me dejó.
—Siete meses —susurré, con la voz rota—. Siete meses.
Me habías destrozado.
Y aún así, hice todo bien.
Fui a terapia.
Me levanté.
Volví a reír.
Estoy saliendo con alguien, por Dios.
—Creí que lo tenía superado… —la frase se me partió en la boca—. Creí que ya no dolía.
Pero ahí estaba.
El mismo vacío.
El mismo nudo en el pecho.
Como si una parte de mí se abriera de nuevo, brutal, con solo una mirada tuya.
Como si el tiempo no hubiera servido de nada. Como si nunca me hubiese ido de ahí, del lugar exacto donde me dejaste.
—¿Por qué siento que se me va el aire? —dije, temblando, con el corazón latiéndome en las costillas.
Y no había respuesta.
Solo el sonido de las olas.
Y yo, otra vez, siendo la única que se rompía.