CAPITULO 2
Las ruedas del Airbus A320 chirriaron sobre la pista del aeropuerto John F. Kennedy. Desde los grandes ventanales de la terminal, Marisol contemplaba el largo ataúd de madera de caoba bajar por la cinta transportadora que lo trasladaba de la bodega del avión al coche fúnebre aparcado sobre el asfalto. Un agente de la policía aeroportuaria fue a buscarla a la sala de espera. Acompañada por el secretario de su padre, su prometido y su mejor amigo, subió a una furgoneta que la llevó hasta el avión. Un responsable de las aduanas estadounidenses la esperaba al pie de la cabina para entregarle un sobre. Contenía unos papeles administrativos, un reloj y un pasaporte.
Marisol lo hojeó. Unos cuantos visados daban fe de los últimos meses de vida de Graham Steves. Kuala Lumpur, Pekín, Nueva Guinea, Puerto Rico, París. Todas estas ciudades que le eran desconocidas, países que le hubiera gustado visitar con él.
Mientras cuatro hombres se atareaban alrededor del féretro, Marisol pensaba en los largos viajes que emprendía su padre cuando ella no era aún más que una niña pequeña que se peleaba por cualquier cosa en el patio del colegio. Tantas noches pasadas acechando su vuelta, tantas mañanas en que, en la acera, camino del colegio, saltaba de adoquín en adoquín, inventando una rayuela imaginaria y jurándose que si la respetaba al milímetro se aseguraría el regreso de su padre. Y, a veces, perdido en esas noches de súplicas, un deseo cumplido hacía que se abriera la puerta de su habitación, dibujando sobre el parquet un rayo de luz mágica en el que se perfilaba la sombra de Graham. Éste se sentaba entonces al pie de su cama y dejaba sobre las mantas un pequeño objeto que Marisol descubría al despertarse. Así se iluminaba su infancia, un padre traía a su hija de cada escala el objeto único que relataría parte del viaje realizado. Una muñeca de Rusia, un pincel de Francia, una estatuilla de madera de Hungría o una pulsera de Guatemala constituían verdaderos tesoros.
Y después había venido el tiempo de los primeros síntomas de su madre. Primer recuerdo, la confusión que había experimentado un domingo en un cine, cuando, en mitad de la película, su madre le había preguntado por qué habían apagado la luz. Mente de colador en la que ya no dejarían de abrirse otros agujeros en la memoria, pequeños, y después cada vez más grandes; los que le hacían confundir la cocina con la sala de música y provocaban gritos insoportables porque el piano de cola había desaparecido. Desaparición de materia gris, que le hacía olvidar el nombre de sus allegados. Un abismo, el día en que había exclamado mirando a Marisol: «¿Qué hace esta niña tan guapa en mi casa?» Un vacío infinito el de aquel mes de diciembre, tanto tiempo atrás, en que una ambulancia había ido a buscarla, después de que le hubo prendido fuego a su bata, inmóvil, maravillada aún por el poder descubierto al encender un cigarrillo, ella, que no fumaba.
Una madre que murió unos años más tarde en una clínica de Nueva Jersey sin haber reconocido nunca a su hija. Su adolescencia había nacido del duelo, una adolescencia plagada de tantas tardes repasando los deberes con el secretario personal de su padre, mientras éste proseguía sus viajes, cada vez más frecuentes, cada vez más largos. El instituto, la universidad, terminar los estudios para entregarse por fin a su única pasión: inventar personajes, darles forma con tintas de colores, darles vida en la pantalla de un ordenador. Animales que ya eran casi humanos, compañeros y fieles cómplices dispuestos a sonreírle con un simple trazo de lápiz, cuyas lágrimas secaba a golpe de goma con su paleta gráfica.
—Señorita, ¿puede confirmar que este documento de identidad pertenece a su padre?
La voz del agente de aduanas devolvió a Marisol a la realidad. Ella asintió con un simple gesto. El hombre firmó un formulario y aplicó un sello sobre la fotografía de Graham. Última estampilla sobre un pasaporte en el que los nombres de las ciudades no tenían ya más historia que contar que la de la ausencia.
Metieron el ataúd en un largo coche fúnebre de color negro. Paúl se instaló al lado del conductor, Tyler le abrió la portezuela a Marisol, solícito con la joven con la que debería haberse casado esa misma tarde. En cuanto al secretario personal de Graham, se acomodó en un asiento plegable atrás de todo, muy cerca de los restos mortales. El coche puso el motor en marcha y abandonó la zona aeroportuaria tomando la autopista 678.
El furgón se dirigía al norte. En el interior, nadie hablaba. Delton no apartaba los ojos de la caja que encerraba el cuerpo de su antiguo patrono. En cuanto a Paúl, se observaba las manos, Tyler miraba a Marisol y ésta contemplaba el paisaje gris de la periferia de Nueva York.
—¿Qué itinerario piensa tomar? —le preguntó al conductor, al surgir en la autopista la salida hacia Long Island.
—El Whitestone Bridge, señora —contestó éste.
—¿Le importaría ir por el puente de Brooklyn?
El conductor puso el intermitente y cambió en seguida de carril.
—Es un rodeo inmenso —susurró Tyler—, el camino que había elegido él era más corto.
—El día ya está perdido de todas maneras, así que bien podemos darle ese capricho.
—¿A quién? —quiso saber Tyler.
—A mi padre. Démosle el gusto de atravesar por última vez Wall Street, TriBeCa, Soho y, ¿por qué no?, también Central Park.
—Pues sí, en eso tienes razón, el día ya está perdido, así que, si quieres darle el capricho, tú misma —añadió Tyler—. Pero habrá que avisar al cura de que vamos a llegar tarde.
—¿Te gustan los perros, Tyler? —quiso saber Paúl.
—Sí, bueno, creo que sí, pero yo no les gusto mucho a ellos, ¿por qué?
—No, por nada, por nada... —contestó Paúl, bajando mucho su ventanilla.
El coche fúnebre cruzó la isla de Manhattan de sur a norte y llegó una hora más tarde a la calle 233.
En la puerta principal del cementerio de Woodlawn, la barrera se levantó. El coche tomó por una estrecha carretera, giró en una rotonda, pasó por delante de una serie de mausoleos, cruzó un vado sobre un lago y se detuvo ante el camino en el que una tumba, recién excavada, pronto acogería a su futuro ocupante.
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Editado: 01.10.2025