Todo lo que no nos dijimos

Capítulo 3

El sedán en el que viajaba Marisol recorría despacio la Quinta Avenida bajo un repentino chaparrón. Parada desde hacía largos minutos, bloqueada en los atascos, ella contemplaba fijamente el escaparate de una gran juguetería en la esquina con la calle 58. Reconoció en la vitrina la inmensa nutria de peluche gris azulado. Milly había nacido un sábado por la tarde similar a ése, en que llovía tan fuerte que la lluvia había terminado por formar pequeños riachuelos que resbalaban por las ventanas del despacho de Marisol. Absorta en sus pensamientos, en su cabeza pronto se transformaron en ríos, los marcos de madera de la ventana se convirtieron en las orillas de un estuario de Amazonia y el montón de hojas que la lluvia empujaba, en la casita de un pequeño mamífero al que el diluvio iba a arrastrar consigo, sumiendo a la comunidad de las nutrias en el más profundo desasosiego.

La noche siguiente fue tan lluviosa como la anterior. Sola en la gran sala de ordenadores del estudio de animación en el que trabajaba, Marisol había esbozado entonces los primeros trazos de su personaje. Imposible contar los miles de horas que había pasado ante la pantalla de su ordenador, dibujando, coloreando, animando, inventando cada expresión y cada gesto que daría vida a la nutria azul. Imposible recordar la multitud de reuniones a última hora, el número de fines de semana dedicados a contar la historia de Milly y los suyos. El éxito que habrían de obtener los dibujos animados recompensarían los dos años de su trabajo y de los cincuenta colaboradores que se habían puesto manos a la obra bajo su dirección.

—Me bajo aquí, volveré a pie —le dijo Marisol al conductor.

Éste llamó su atención sobre la violencia de la tormenta.

—Le aseguro que es lo único de este día que merece la pena —prometió ella cuando ya se cerraba la puerta del auto.

El conductor apenas tuvo tiempo de verla correr hacia la juguetería. Qué más daba el chaparrón: al otro lado del escaparate, Milly parecía sonreírle, contenta con su visita. Marisol no pudo evitar hacerle un gesto de saludo. Para su sorpresa, una niña que estaba junto al peluche le contestó. Su madre la tomó bruscamente de la mano y trató de arrastrarla hacia la salida, pero la niña se resistía y saltó a los brazos bien abiertos de la nutria. Marisol espiaba la escena. La niña se agarraba con fuerza a Milly y la madre le daba palmadas en los dedos para obligarla a soltarla. Marisol entró en la tienda y avanzó hacia ellas.

—¿Sabía que Milly tiene poderes mágicos? —le dijo a la madre.

—Si necesito una vendedora, señorita, ya se lo indicaré —contestó la mujer, lanzándole a la niña una mirada reprobadora.

—No soy una vendedora, soy su madre.

—¡¿Cómo dice?! —preguntó la madre, alzando la voz—. ¡Hasta que se demuestre lo contrario, su madre soy yo!

—Me refería a Milly, el peluche que tanto cariño parece haberle tomado a su hija. Yo la traje al mundo. ¿Me permite que se la regale? Me entristece verla tan solita en este escaparate tan iluminado. Las luces tan fuertes de los focos terminarán por desteñir su pelaje, y Milly está tan orgullosa de su manto gris azulado... No se imagina las horas que pasamos hasta encontrarle los colores adecuados de la nuca, el cuello, la barriguita y el hocico, los que le devolverían la sonrisa después de que el río se tragara su casa.

—¡Su Milly se quedará en la tienda y mi hija aprenderá a no separarse de mí cuando vamos de paseo por el centro! —contestó la madre, tirando tan fuerte del brazo de su hija que ésta no tuvo más remedio que soltar la pata del enorme peluche.

—A Milly le gustaría mucho tener una amiga —insistió Marisol.

—¿Quiere complacer a un peluche? —preguntó la madre, desconcertada.

—Hoy es un día un poco especial. A Milly y a mí nos alegraría mucho, y a su hija también, me parece. Con un solo sí, nos haría felices a las tres. Vale la pena pensarlo, ¿verdad?

—¡Pues mi respuesta es no! Alice no tendrá regalo, y menos de una desconocida. ¡Buenas tardes, señorita! —dijo alejándose.

—Alice tiene mucho mérito, todavía es una niña encantadora, pero si la sigue tratando así, ¡no vaya a quejarse dentro de diez años! —le espetó Marisol, pugnando por contener su rabia.

La madre se volvió y la miró con altivez.

—Usted ha traído al mundo un peluche, señorita, y yo una niña, ¡así que haga el favor de guardarse sus lecciones sobre la vida!

—Tiene razón, las niñas no son como los peluches, ¡no se les pueden coser con aguja e hilo las heridas que se les hacen!

La mujer salió de la tienda, indignadísima. Madre e hija se alejaron por la acera de la Quinta Avenida, sin volverse.

—Perdona, Milly, querida, me parece que no he actuado con mucha diplomacia. Ya me conoces, no es mi punto fuerte precisamente. No te preocupes, ya lo verás, te encontraremos una buena familia sólo para ti.

El director, que había seguido toda la escena, se acercó.

—Qué alegría verla, señorita Steves, hacía por lo menos un mes que no venía usted por aquí.

—Es que estas últimas semanas he tenido mucho trabajo.

—Su creación está teniendo muchísimo éxito, ya hemos encargado diez ejemplares. Cuatro días en el escaparate, y, ¡hala!, desaparecen en seguida —aseguró el director de la juguetería, volviendo a colocar el peluche en su sitio—. Aunque ésta, si no me equivoco, lleva ya dos semanas, pero claro, con el tiempo que está haciendo...

—No es culpa del tiempo —respondió Marisol—. Esta Milly es la de verdad, así que es más difícil, tiene que elegir ella misma a su familia de acogida.

—Señorita Steves, me dice lo mismo cada vez que se pasa por aquí a visitarnos — replicó el director, divertido.

—Son todas originales —afirmó la señorita despidiéndose de él.

Había dejado de llover, salió de la juguetería y se dirigió a pie hacia el sur de Manhattan. Su silueta se perdió entre la multitud. Los árboles de Horatio Street se doblaban bajo el peso de las hojas empapadas. A última hora de la tarde, el sol volvía a aparecer por fin, para tenderse en el lecho del río Hudson. Una suave luz púrpura irradiaba las callejuelas del West Village. Marisol saludó al dueño del pequeño restaurante griego situado delante de su casa. El hombre,




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