—¡Me voy a despertar! ¡Nada de lo que me está pasando esta noche pertenece al universo de lo posible! Dímelo antes de que me convenza de que me he vuelto loca.
—Vamos, vamos, cálmate, Marisol —contestó la voz de su padre.
Dio un paso al frente para salir de la caja y, haciendo una mueca, se desperezó. La exactitud de los movimientos, incluso los de los rasgos de su rostro, apenas un poco inexpresivo, resultaba pasmosa.
—No, hombre, no, no te has vuelto loca —prosiguió—; sólo estás sorprendida, y, te lo concedo, en estas circunstancias, es lo más normal del mundo.
—Nada es normal, no puedes estar aquí —murmuró Marisol negando con la cabeza—, ¡es estrictamente imposible!
—Es cierto, pero el que está delante de ti no soy yo del todo.
Marisol se llevó la mano a la boca y, bruscamente, se echó a reír.
—¡El cerebro es de verdad una máquina increíble! He estado a punto de creerlo. Estoy dormida, he bebido algo al volver a casa que no me ha sentado bien. ¿Vino blanco? ¡Eso es, no soporto el vino blanco! Seré tonta, he caído en la trampa de mi propia imaginación —prosiguió, recorriendo la habitación de un extremo a otro—. ¡Concédeme al menos que, de todos mis sueños, éste es con diferencia el más loco!
—Basta, Marisol —le pidió delicadamente su padre—. Estás perfectamente despierta y del todo lúcida.
—¡No, eso lo dudo mucho, porque te veo, porque te hablo y porque estás muerto!
Graham Steves la observó unos segundos, en silencio, y contestó amablemente:
—¡Claro que sí, Marisol, estoy muerto!
Y, al ver que ella se quedaba allí parada, mirándolo petrificada, le puso la mano en el hombro y señaló el sofá.
—¿Quieres sentarte un momento y escucharme?
—¡No! —exclamó ella, zafándose de su mano.
—Marisol, es de verdad necesario que escuches lo que tengo que decirte.
—¿Y si no quiero? ¿Por qué tendrían que ser las cosas siempre como tú decides?
—Ya no. Basta con que pulses de nuevo la tecla de ese mando a distancia, y volveré a estar inmóvil. Pero entonces no tendrás jamás la explicación de lo que está ocurriendo.
Marisol observó el objeto que sostenía aún en la mano, reflexionó un instante, apretó las mandíbulas y se sentó de mala gana, obedeciendo a ese extraño mecanismo que se parecía tanto a su padre.
—¡Te escucho! —murmuró.
—Sé que todo esto es un poco desconcertante. Sé también que hace mucho que no hemos tenido noticias el uno del otro.
—¡Un año y cinco meses!
—¿Tanto?
—¡Y veintidós días!
—¿Tan precisa es tu memoria?
—Todavía recuerdo bien mi fecha de cumpleaños. ¡Le pediste a tu secretario que me llamara para decir que no te esperara para cenar, se suponía que te unirías más tarde, pero no apareciste!
—No lo recuerdo.
—¡Pues yo sí!
—De todas formas, no es ésa la pregunta importante.
—No te he hecho ninguna pregunta —respondió Marisol con la misma sequedad.
—No sé muy bien por dónde empezar.
—Todo tiene siempre un principio, es una de tus eternas réplicas, así que empieza por explicarme lo que está ocurriendo.
—Hace algunos años, me hice accionista de una compañía de alta tecnología, así es como las llaman. Conforme pasaban los meses, sus necesidades financieras aumentaron, por lo que mi parte del capital también, tanto que al final terminé ocupando un puesto en el consejo de administración.
—¿Otra empresa más absorbida por tu grupo?
—No, esta vez la inversión era sólo a título personal; no pasé de ser un accionista más, pero vamos, se puede decir que era un inversor importante.
—¿Y qué desarrolla esa compañía en la que invertiste tanto dinero?
—¡Androides!
—¿Qué? —exclamó Marisol.
—Me has oído perfectamente. Humanoides, si lo prefieres.
—¿Para qué?
—No somos los primeros en haber tenido la idea de crear máquinas o robots de apariencia humana para librarnos de todas las tareas que no queremos hacer.
—¿Has vuelto a la Tierra para pasar la aspiradora por mi casa?
—Hacer la compra, vigilar la casa, contestar al teléfono, proporcionar respuestas a todo tipo de preguntas...; en efecto, ésas son sólo algunas de las aplicaciones posibles. Pero digamos que la compañía de la que te hablo ha desarrollado un proyecto más elaborado, más ambicioso, por así decirlo.
—¿Lo que significa?
—Lo que significa dar la posibilidad de ofrecer a los tuyos unos días más de presencia.
Marisol lo miraba desconcertada, sin comprender del todo lo que su padre le explicaba. Entonces Graham Steves añadió:
—Unos días más, ¡después de haber muerto!
—¿Es una broma? —preguntó Marisol.
—Pues considerando la cara que has puesto al abrir la caja, tengo que decir que lo que tú llamas una broma desde luego es muy lograda —contestó Graham Steves, mirándose en el espejo colgado de la pared—. Hay que reconocer que rozó la perfección. Aunque no creo haber tenido nunca estas arrugas en la frente. Se les ha ido un poco la mano.
—Ya las tenías cuando yo era pequeña, de modo que, a no ser que te hayas hecho un lifting, no creo que hayan desaparecido solas.
—¡Gracias! —respondió él, esbozando una sonrisa.
Marisol se levantó para observarlo desde más cerca. Si lo que tenía delante era una máquina, había que reconocer que el trabajo era sobresaliente.
—¡Es imposible, es tecnológicamente imposible!
—¿Qué lograste ayer en la pantalla de tu ordenador que hace tan sólo un año te habría parecido del todo imposible?
Marisol fue a sentarse a la mesa de la cocina y se tapó la cabeza con las manos.
—Hemos invertido muchísimo dinero para llegar a este resultado, y te diré incluso que yo no soy más que un prototipo. Eres nuestra primera cliente, aunque para ti, por supuesto, el servicio sea gratuito. ¡Es un regalo! —añadió Graham Steves, afable.
—¿Un regalo? ¿Y quién en su sano juicio querría un regalo así?
—¿Sabes cuántas personas se dicen en los últimos instantes de su vida: «Si lo hubiera sabido, si hubiera podido comprenderlo o darme cuenta, si hubiera podido decirles, si supieran...» —Como Marisol parecía haberse quedado sin voz, Graham Steves prosiguió—: ¡El mercado es inmenso!
#323 en Joven Adulto
#533 en Thriller
#243 en Misterio
misterio amor dolor, promesas y deseos, recuerdos nostalgia dolor
Editado: 16.12.2025