Alexis Torres
Cuando estaba en primaria, sentí una chispa al ver a Maximiliano Jones. Un chico que, cada vez que lo contemplaba, me deslumbraba con las cualidades que había cultivado a lo largo de su existencia.
Gracias a las charlas con una mujer fascinante, comprendí que lo que sentía era amor. Un amor profundo, genuino. Desde entonces, al cruzar la mirada con Maximiliano, me sonrojaba y me invadía una mezcla de nervios y ternura… mi nariz se encendía apenas veía sus ojos celestes y su cabello, etéreo como el de un ángel.
Pero había algo que me inquietaba. Nunca había experimentado atracción por una mujer, salvo el cariño por mi madre. Era distinto, extraño. Sentía que era una anomalía. Y si se lo confesaba a mis padres, temía que me dieran la espalda.
Y Maximiliano… ¿Me amaría?
¿Se alejaría?
¿Me correspondería?
¿Me rechazaría?
Cualquiera de esas posibilidades me atormentaba.
Hasta el último año de secundaria. Una nueva etapa, un entorno distinto.
Viví con mi mejor amigo Jaden, a quien conocí en la primaria. Sus padres fallecieron en un accidente automovilístico. Desde entonces, compartimos un hogar marcado por el silencio y la ausencia. Mi padre nunca fue el mejor. Siempre quise que me acompañara a las celebraciones escolares, pero jamás estuvo. Solo aparecía cuando cometíamos errores. No imponía castigos como “ve a tu habitación”, sino golpes. Lograba que todos se sintieran vulnerables, especialmente mi madre.
Con mis sentimientos a flor de piel por uno de mis amigos, ahora me veo ayudando a otro —más que amigo, un hermano— con su hermanita Emely.
—¿Quieres que te ayude con Emely, Jaden? —pregunté, mirando a la pequeña.
—Mhm —murmuró—. ¿Puedes prepararle la fórmula?
Asentí con una sonrisa.
Al salir de mi habitación, encontré a mis padres discutiendo en la sala. Hablaban de Jaden y Emely, del futuro incierto, de qué haría Jaden al irse.
A veces me preguntaba cómo alguien considerado ejemplar en las noticias podía ser tan cruel en casa.
Todo ese caos se desvanecía al escuchar la voz de la persona que amo.
—¡¿Escuchaste lo que te dije, idiota?!
Me gritó Max, con el ceño fruncido.
Sí… “idiota” era su palabra favorita para decirme que me quería. No como yo deseaba, pero sí como amigo.
Cada frase que salía de su boca era un refugio. Me ayudaba con las tareas, sobre todo las que tenían números. Estudiábamos finanzas los tres: Max, Jaden y yo. Elegimos esa carrera porque, sinceramente, sin Max no sobrevivíamos. Mucho menos yo.
—¿Qué te pasó en el ojo? —preguntó, tocando la zona inflamada.
—¡A-Ah! ¿Mi ojo? ¿Cuál ojo? ¿Tú tienes ojos?
—¿Fue tu papá? —arqueó la ceja—. No me gustan las adivinanzas fáciles. Deberías cubrirlo, se puede infectar.
—Sabes demasiado de mí —susurré.
—Será porque me cuentas tu vida sin que yo te lo pida.
Tenía razón. Le contaba todo como si fuera una novela interminable. Mientras él intentaba concentrarse, yo le hablaba de mis días, mis recuerdos, mis heridas… pero nunca de lo que sentía por él.
A veces lo miraba de más, y él fingía no notarlo. Pero sé que a veces se me escapaba la baba por verlo.
Había tantas cosas que no le había dicho. No tenía el valor. Temía que, si lo hacía, todo se rompiera. ¿Quién entendería lo que vivía en casa? ¿Quién me daría consuelo? ¿Quién…?
Pasaba noches pensando en él, en cómo confesarle lo que siento. Pero nunca había oportunidad. Max tiene padres estrictos, fríos, controladores. Solo lo veía en las mañanas, en la escuela. Por las tardes, estaba en clases extracurriculares o campamentos.
—Te veo decaído. ¿Todo bien?
Sus preguntas eran absurdamente obvias. No estaba bien. Me sentía oprimido. Hice tantas estrellas de origami pensando en él que ya llené más de diez cajas.
—Es que… —busqué una excusa—. Es que la chica que me gusta no me presta atención.
—¿Con que una chica? —sonrió con picardía.
La persona que no me presta atención… eres tú.
Sabes cuánto anhelo darte un beso o, al menos, decirte lo que siento.
—¿Y si te dijera que me gustas desde hace mucho? Que estoy enamorado de ti, pero no te lo he dicho por miedo a que me rechaces… o que me digas que amas a alguien más.
Aunque me declaré de forma discreta, él se sonrojó. Pero su respuesta me rompió.
—Antes que nada, quiero saber quién es.
Carajo… eres tú. Tú, tú, tú. Pero no lo dije.
—Mira, si no me tienes confianza… yo también estoy enamorado.
¿De mí? ¿Seré yo?
—Es Mareen, de nuestra clase.
Mi mundo se derrumbó con ese nombre.
¿Quién es ella? Nunca la he visto.
—Y a ti.
Tenía tu nombre en la punta de la lengua, pero no lo pronuncié.
—Yara.
—¿Yara? Vaya, tienes buen gusto. No eres feo, seguro ella te prestará atención.
—No es para tanto —dije nervioso—. No quiero una relación con ella. —Solo contigo—. Quiero graduarme, empezar de nuevo. Darle una vida mejor a mi madre. Escapar de mi padre.
Una vida contigo. Abrazarte en la cama. Despertarte con un beso. Despedirme con otro.
—Oye, Alexis, piensas mucho en el futuro —dijo, cerrando sus libros.
—Lo aprendí de ti.
Max es calculador. Piensa en todo. Pero me duele que no vea cuánto lo amo. Siento un nudo en el pecho. Quiero gritarlo, pero me siento como un político sin apoyo. Y a veces me pregunto…
Si no te conociera, mi vida sería más fácil. Nunca me enamoraría. No te buscaría. No dependería de ti.
Pero…
Cuando estoy en casa y el ruido me ahoga, pienso en tu nombre y digo: “Lo veré mañana”. Y eso me calma. Para mí, eres un refugio. Tus pocas palabras son suficientes. No gritas, hablas con calma. Algo nuevo para mí.
Cuando me preguntan cuál es mi lugar seguro, te miro a ti. Porque eres especial. Lo más valioso que tengo. La única persona que creo que jamás me haría daño. Porque sé cómo amas.