Todo lo que nos queda de mundo

Capítulo 9

Héctor

La claridad del amanecer comenzó a entrar en el polideportivo a través del enorme techo de cristal. Héctor abrió lentamente los ojos y se dio cuenta de que, en algún punto de la noche, se había movido hasta apoyar su cabeza en el hombro de Aleakai para usarlo como almohada. Gracias a aquello su cuello no estaba tan tenso como había pensado que estaría, cuando usó su propio brazo como almohada.

Se incorporó poco a poco, sintiendo el dolor de su cuerpo en cada movimiento. Dormir en el suelo no era lo mejor para descansar, estaba completamente seguro. Se pasó una mano por el pelo para intentar poner orden en los mechones que se habían desordenado mientras dormía. Aprovechó aquellos segundos para echarle un vistazo a Aleakai, que dormía plácidamente.

Al final sí pudo conciliar el sueño.

Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba sonriendo. Intentó dejar de hacerlo, pero se le dificultó más de lo que esperaba. No sabía que estaba pasando consigo mismo. En la noche, cuando Aleakai se abrió a él, durante unos segundos en los que se perdió en sus ojos chocolate… Sacudió la cabeza para eliminar cualquier pensamiento que pudiese derivar de aquel recuerdo. Había amanecido, tenía que ponerse en marcha.

Se levantó sin hacer ruido, no quería despertar a Aleakai, sabía que le costaba dormir. Miró a su alrededor para buscar algo que poder dejar para que el chico no se asustara pensando que se había ido. Tenía razones para creerlo, después de todo, había intentado robarle el coche en dos ocasiones. Rebuscó en la mochila hasta dar con el mapa y el bolígrafo que había usado para marcar la ruta. No le agradaba la idea de arruinar la única guía que tenían para llegar a cualquier sitio, pero era lo único que podía usar para escribir.

Estoy revisando el lugar. Vuelvo en unos minutos.

Una nota breve para destruir lo menos posible el soporte donde escribía. Lo dejó justo al lado del chico y comenzó a caminar hacia la puerta que daba a los vestuarios y a la sala de material. El chirrido de sus zapatillas le hacía sentir melancólico, pero a la vez, llegaba a ser irritante. No era la forma más silenciosa de explorar.

El primer lugar en el que entró fue el almacén. Allí encontró diversas redes, material deportivo y equipamiento. Inevitablemente, tomó una de las pelotas de voleibol y la hizo girar en sus manos. El peso de la bola le oprimió el corazón. Había dedicado su vida a aquel deporte y todo había acabado antes de ni siquiera empezar. Héctor tomó una profunda respiración para intentar mantener sus pensamientos a raya. Tenía que adaptarse y sobrevivir. Debía de aclimatarse.

—Sigo siendo yo… incluso sin el voleibol.

Pensó que lo más lógico era dejar el balón donde lo había encontrado, pero no pudo hacerlo. Era como si se le hubiese quedado pegado en las manos. No se veía capaz de soltarlo. Decidió llevárselo, la idea de enseñarle a Aleakai a jugar se arraigó con fuerza en su mente y le hizo sentirse ilusionado. Pero aquella era una ilusión distinta a la que solía sentir, era… no lo entendía bien, pero se sentía inmensamente feliz con solo imaginarse compartiendo algo que amaba con el chico. Nuevamente, se encontró a sí mismo sonriendo ante su fantasía.

¿Se puede saber en qué pienso…?

Suspiró y cerró los ojos, tenía que dejar de sonreír si no quería parecer un lunático.

Revisó el resto de material hasta encontrar un bate de béisbol, de aquellos que eran de metal. No era el mejor arma del mundo, pero era más práctico que la pala de Aleakai y más fácil de manejar. Lo levantó para comprobar cuánto pesaba, el reflejo de la luz en la superficie metálica le encantó. Se sintió poderoso, de alguna manera. Le dio el aprobado como herramienta de defensa y dio por terminada su búsqueda dentro del almacén.

Continuó su camino hacia el vestuario. Lo primero que comprobó fueron los grifos, todos estaban secos, ni una gota de agua. Tampoco en las duchas. Sabía que pasaría, pero se desilusionó de todas formas. Suspiró con cierto dramatismo al verse en el reflejo del espejo. No recordaba haberse visto con peor pinta antes, ni siquiera después de los partidos. Era causa del apocalipsis, suponía. Intentó no prestarle demasiada atención a su vestimenta, pues aquella sudadera rosa con un estampado hortera, sin ningún tipo de duda, no le favorecía nada. Se veía más pálido de lo que era y le daba un aire como aniñado. Decidió dejar de mirarse en el reflejo y salir del vestuario. Cerró la puerta tras de sí, solo por si acaso.

Sus pasos acabaron llevándole hasta la puerta que daba al exterior. Colocó su oído contra la superficie de metal para intentar escuchar cualquier posible ruido que hubiese al otro lado. Nada, silencio. Una vez que se aseguró de que todo estaba bien, o eso creía, comenzó a abrir poco a poco la puerta. La luz del exterior le cegó por un momento, por lo que tuvo que cerrar los ojos. Al abrirlos, se encontró con las pistas exteriores, todas despejadas. Aquello le hizo suspirar aliviado y abrió un poco más la salida.

Justo a su lado izquierdo, tras la puerta, había una pequeña piscina que se encontraba oculta tras el edificio, por eso no habían podido verla desde la entrada. Estaba completamente llena de agua, con hojas y algo de suciedad, pero completamente llena. Celebró su descubrimiento con un grito silencioso y cerró antes de volver al pasillo. Si encontraba un cubo, podría llevar agua a las duchas, darse un baño y lavar la ropa. Tenían suerte.



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En el texto hay: misterio, zombies, romance gay

Editado: 12.12.2025

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