Todo lo que nos queda de mundo

Capítulo 11

Aleakai

La luz de la mañana volvió a despertarle. Daba directamente contra la luna del coche y el calor del sol estaba caldeando, demasiado, el ambiente dentro del vehículo. Llevaban dos días durmiendo en los asientos. Las carreteras comenzaban a estar más infectadas conformen se acercaban a la ciudad y era imposible encontrar un lugar donde pasar la noche.

Habían dormido por turnos y haciendo uso de las velas y las linternas que habían traído del supermercado. No estaban en el lugar más cómodo, pero podían cerrar con seguro y estar algo más protegidos.

—Ah… Mi espalda…

Héctor se giró al escuchar su queja e intentó reprimir una sonrisa. Le había dejado dormir durante toda la noche porque decía que tenía que estar despierto y descansado para conducir. En el camino, el rubio siempre aprovechaba para dormir todas las horas que no había podido en la madrugada. Aunque a Aleakai le preocupaba que Héctor se partiese el cuello contra la ventanilla.

—No es el coche más cómodo del mundo.

Tenía que darle la razón, el coche estaba para el arrastre. Aun así, seguía siendo el medio más rápido y seguro para viajar. Sin el vehículo, no sabía dónde estarían en aquel momento. Quizás, ni siquiera estarían, en general.

—Qué calor. –Se pasó una mano por la nuca, notaba el pelo húmedo por el sudor.– ¿Hace mucho que ha amanecido?

—No mucho. –Héctor salió del coche para estirar el cuerpo. Bostezó y miró alrededor.– Estamos cerca. Conozco bien estas carreteras. Nos quedarán algunas horas de viaje.

Aleakai salió del coche para hacer algunos estiramientos y liberar de la tensión a su pobre cuerpo entumecido. La brisa helada le sentó bien, le despejaba la cabeza de la neblina que se había formado por el calor. Se quitó la chaqueta y la dejó dentro del coche.

—¿Has comido algo?

Sabía la respuesta de aquella pregunta antes de que el chico le confirmase que no. Suspiró de forma dramática mientras caminaba hacia el maletero. Abrió la puerta y contempló lo que le quedaban.

Estaban jodidos.

Chasqueó la lengua. Aquella situación no era fácil. Les quedaba comida para un par de días, como mucho. Tampoco tenían demasiada variedad y, desde luego, algo que contase como desayuno era inexistente. Barajó las distintas opciones; comer atún en lata o una bolsa de patatas sabor jamón. Ninguna de las dos le apetecía, si tenía que ser sincero.

Se decantó por el atún.

—Gran menú. –Héctor se sentó en el borde del maletero mientras le observaba abrir la lata y tirar el aceite que conservaba el pescado.– Ten cuidado, no te cortes con la lata.

Era una de las latas grandes. Tendrían, al menos, unos quinientos gramos de atún. Dado que había tirado el aceite que mantenía al pescado comestible, no les quedaba más remedio que terminarla en aquel día. La otra opción era dejar la lata abierta en el maletero, que se derramara y lo pusiese todo perdido. No quería acabar comiendo restos de miga de pescado mezclado con las pelusas, la tierra, y a saber qué más cosas que había en el maletero.

—Espero que tengas reservas en tu casa. A este paso nos vamos a tener que comer entre nosotros.

El silencio y la mirada azulada de Héctor hizo que se le resbalara el trozo de atún que tenía en la mano y cayese al suelo. Decidió echarle la culpa al aceite. No iba a admitir que una parte de su cabeza había derivado los pensamientos hacia otros significados de la palabra “comer” y había hecho que le fallaran las manos, perdiendo un importante trozo de comida. Sí, había sido por culpa del aceite.

—No lo sé. Solíamos tener a una cocinera. Mis padres siempre estaban trabajando y no tenían tiempo para hacer de comer. Nunca he pisado mucho la cocina, así que no sé qué tenemos en la despensa.

—Vaya, discúlpeme, señorito. No osaba ofenderle dando a entender que usted posee conocimientos y, o, participa en actividades serviles. Toma, el primer trozo para ti.

Acercó la porción hacia Héctor. Éste se inclinó hacia él para tomarla directamente, sin usar las manos. La forma en la que su boca se entreabrió y sus dientes le rozaron los dedos hizo que se le atascara la respiración en la garganta. Tardó unos segundos más de la cuenta en retirar la mano y tomar un trozo para él. El bocado le supo a gloria.

—Eh, que soy un gran chef. Pero siempre he cocinado en casa de Marcos.

La mención a su mejor amigo hizo que el bello rostro del rubio adquiriese una sombra de tristeza. Aleakai se sintió mal por haber desatado el recuerdo. Suspiró y le volvió a tender un trozo de atún al chico. Esta vez, Héctor le tomó de la muñeca para acercarse la porción a la boca y comerlo de su mano.

Quizás le había dado demasiado el sol mientras estaba durmiendo, pero sentía a Héctor mucho más descocado. Desde que tuvieron aquella pequeña discusión, el silencio había reinado gran parte del camino, pero las acciones del chico se habían vuelto más presentes. Le miraba durante tanto tiempo que Aleakai llegaba a pensar que simplemente su mirada se había quedado clavada en él mientras el chico estaba perdido en sus pensamientos, pero Héctor siempre sonreía o apartaba la mirada cuando lo enfrentaba.

Un cosquilleo siempre se instalaba en su pecho cuando aquello pasaba. Ahora, mientras el chico comía de su mano, sin importarle nada, el cosquilleo se transformó en un calor abrasador. No estaría mal morir por este calor, pensó Aleakai mientras terminaba de llevarse un trozo de comida a la boca.



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En el texto hay: misterio, zombies, romance gay

Editado: 12.12.2025

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