Héctor
La mañana vino acompañada de un dolor punzante en cada una de sus extremidades. Sus músculos protestaron cuando comenzó a estirarse. Se había quedado dormido apoyado en la cama, le dolía el cuello por la mala postura y la espalda por haber estado sentado en el suelo. El quejido se le escapó de la boca antes de poder hacer nada para evitarlo. Cuando consiguió ponerse en pie, las piernas le ardían por el esfuerzo del día anterior. Los hombros le pesaban, como si aún cargase el peso de Aleakai sobre él. Dar un paso le envió cientos de punzadas por todo el cuerpo.
El recuerdo de la huida acudió a su mente, motivado por el sufrimiento que sentía a cada mínimo esfuerzo que hacía. Si lo pensaba en aquel momento, en la tranquilidad y seguridad de su casa, no tenía ni idea de cómo había sido capaz de cargar con el peso del contrario durante… Ni siquiera sabía cuánto tiempo habían tardado en volver.
El agotamiento le dio ganas de llorar. Sabía que el motivo de sus lágrimas era el miedo que había sentido al pensar que perdía a Aleakai, pero no quería admitirlo, prefería pensar que estaba cansado. Habían estado cerca de morir y no había dudado ni un segundo en perder la vida si aquello significaba no abandonar al moreno. Las lágrimas cambiaron de motivo, de nuevo.
Miró al chico, que seguía durmiendo, y un aguijonazo de dolor le atravesó el estómago al ver los oscuros moratones que pintaban su rostro. Había vuelto a sangrar en algún punto de la noche y se había secado, dejando alguna leve costra que le daba un aspecto macabro. Por un momento, temió que no volviese a abrir los ojos. Aquel pánico le impulso a colocar una mano frente a la nariz del chico para comprobar si respiraba, asegurándose de que su pecho subía y bajaba.
Estaba bien. Estaba a salvo.
Héctor se llenó los pulmones de aire hasta que le dolió el pecho. Salió de la habitación haciendo el mínimo ruido posible y caminó al patio, tras haber pasado por el cuarto de baño para tomar el cubo del pozo. El aire frío de la mañana hizo que se olvidase un poco de lo mucho que le dolían los músculos. Colocó el cubo en el gancho del pozo y lo bajó para poder llenarlo de nuevo. Cargar con aquellos litros de agua casi le desgarró los brazos, pero consiguió llevarlo al interior de la casa.
Entró de nuevo en la habitación para dejar el cubo, sin despertar a Aleakai. Volvió al baño y rebuscó entre los cajones y el armarito cualquier cosa que pudiese servir para curar al chico. La suerte de tener padres médicos era que tenía todo tipo de medicinas y remedios al alcance de la mano. Cogió algunos paquetes de vendas, gasas limpias, antisépticos y jabón para limpiar las heridas. Aquello bastaría para hacer una primera cura. Una segunda, más bien. Antes de volver a su habitación, pasó por el cuarto de sus padres para buscar alguna camiseta o sudadera que fuese lo suficientemente grande para cubrir el cuerpo de Aleakai, pero que no le quedase pegada ni apretada para no dañar más sus heridas. Las opciones eran escasas, pero consiguió encontrar algo adecuado.
El suave quejido al otro lado del pasillo le dejó saber que el moreno estaba despertando. No perdió el tiempo y se encaminó hacia la habitación para dejarse ver. Aleakai no había hecho el intento de incorporarse, pero estaba tanteando sus heridas con la mano, quizás para comprobar la gravedad de la situación.
—Si te las sigues tocando, se te van a infectar.
Se colocó a su lado con las manos en las caderas, derrochando indignación con su postura. La sonrisa de Aleakai no llegó a ser demasiado amplia debido a la hinchazón de su labio y el dolor que debería de estar sintiendo de tan solo moverse, pero estaba sonriendo.
—¿Quién es el enfermero ahora?
Su voz sonó ronca y Héctor esperó a que aquello fuese a causa del sueño y no del dolor. Cuando consiguió que el chico bajase la mano, tomó una de las toallas limpias y la mojó en el cubo de agua. Le pidió permiso antes de comenzar a limpiar la zona. La mueca de Aleakai le dejó claro que le escocía el poco jabón que había echado en la toalla para asegurarse de que las heridas no se infectasen.
—Aguanta un poco. Acabaré enseguida.
Aleakai no volvió a quejarse, pero la tensión en su mandíbula y la forma en la que apretaba los puños hasta que sus nudillos se quedaron blancos era prueba más que suficiente para saber que no lo estaba pasando bien.
Limpiar su rostro fue sencillo. En las heridas más pequeñas, y accesibles, colocó una tirita, pero en el último momento decidió que era mejor dejar las heridas respirar y las arrancó de un tirón. No se percató de que aquello había sido cruel hasta escuchar la maldición murmurada de su compañero.
—Lo siento muchísimo. No sabía que se habían pegado con tanta fuerza. Normalmente se cae con nada. –Se acercó hasta estar a unos centímetros del rostro del moreno para comprobar que no había reabierto ninguna de las heridas.– Nunca funcionan cuando tienen que funcionar.
—No te preocupes. Me estaba quedando dormido, pero me has ayudado a despertarme.
La broma de Aleakai solo le hizo preocuparse más. Algo tuvo que ver el chico en su rostro, pues le colocó una mano en la nuca y le guio hasta que sus frentes estuvieron juntas. Con tan poca distancia entre los dos, era imposible no perderse en aquellos ojos rasgados color chocolate y sus largas pestañas. Héctor olvidó cómo se respiraba. Apartar la mirada era algo imposible.