Todo lo que nunca te dije

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Nunca había oído el zumbido que los oídos hacen cuando hay silencio; no un silencio interrumpido por el aire, el eco de unos zapatos o el ruido de las luces, sino un silencio absurdamente abundante. Absoluto.
No pretendía que alguien saltase a la mesa y tirara el jarrón lleno de las flores más feas que jamás había visto, que se pusiese a bailar al ritmo del hilo musical tan angelical que me daba escalofríos, solo quería que alguien se echase a llorar o a murmurar sobre lo efímera que es la vida, incluso cuando mueres de vejez. Estuve a punto de romper el hielo, de echarme a llorar en el suelo y arrancarme la ropa a tirones con tal de dejar de escuchar ese maldito zumbido, pero me contuve tanto que la mandíbula empezó a dolerme al tener los dientes tan apretados: "no montes una escena", me dije, "ella no hubiese querido eso".
La enterramos junto a su marido, mi abuelo, quién había fallecido antes de que yo naciese; siempre sostenía que todo iba bien, que no iba a pasar el poco tiempo que aún se le regalaba en un hospital, que estaba perfectamente. El eterno optimista, nunca entendí como consiguió conquistar a mi abuela, la eterna escéptica, la feroz... Supongo que el amor no entiende de etiquetas.
La mañana fue atroz y no me recuperé tan bien como imaginaba una vez me monté en el coche de mis padres, rumbo a su casa. Pensé que alejándome del cementerio olvidaría que se ha quedado allí y que no va a volver, que con un poco de música y una vista melancólica por la ventanilla todo sería más fácil: romantizar mi vida, con sus comedias y sus tragedias, siempre ha sido mi punto fuerte. Nada de eso ayudó a disminuir el nudo de la garganta, la quemazón en los ojos y la sensación de vacío y de nada que sentía donde se suponía que el corazón debía latir, no sabía si sería capaz de cruzar su puerta de nuevo.
Madrid estaba a rebosar, como siempre, y lo detestaba; nunca he entendido la obsesión por las ciudades grandes, las aglomeraciones de gente corriendo de un sitio a otro como si las calles fuesen a desaparecer, el humo de los tubos de escape, los músicos callejeros, los vendedores ambulantes... Incluso cuando anochecía siempre había alguien vagando, riendo o volviendo a casa, parecía que nunca se ponía el sol, que la ciudad no dormía. Tenía su encanto, pero no era para mí.
Aparcamos frente a su portal, al lado de la intersección de Gran Vía con la Calle Alcalá, y subimos en ascensor hasta la planta tres; apenas hablé en todo el trayecto, y allí no iba a ser menos, me había quedado sin voz, notaba la lengua áspera, parecía que me habían partido la tráquea. Era incapaz de respirar sin entrar en un estado de pánico.
Entramos en el piso y parecía que no se había enterado de que ya no tenía dueña, todo permanecía justo como se dejó, las pardes no lloraban, los platos no se habían precipitado del mueble por desesperación. Parecía todo tan normal que me entraban ganas de vomitar.
No era la única a la que le sobrepasó el momento: tan pronto como mi madre cogió una chaqueta de lana que mi abuela había dejado en el reposabrazos del sofá, se derrumbó allí y comenzó a llorar como jamás había visto. Tuve que alejarme, ella era capaz de levantarse minutos después y sacudirse la tristeza, yo no estaba tan segura. Decidí acercarme a su habitación para rematar el sentimiento y tener algo más por lo que llorar aquella noche.
Cada vez que iba a visitarla, pasaba el tiempo allí: abriendo sus armarios de espejo, probándome los vestidos de color pastel que me quedaban como sacos, llevando sus zapatos y su maquillaje más caros mientras me reprendía cariñosamente para que no partiera las barras de pintalabios o me hiciese daño con los tacones. Aquella habitación era una máquina del tiempo a los años cuarenta.
Tanto en su lado de la cama como en el de mi abuelo había dos mesillas blancas con tres cajones, solo había una lámpara y un reloj encima, quizá un libro, no le gustaba cargar las cosas demasiado; dos de los cajones estaban ordenados, olía a su perfume, ese que aún conservaba de su juventud y que no conseguía entender por qué duraba tanto: "es un perfume, Alexandra, no una colonia", me decía, "con dos gotas basta". Cuando llegué al último y tercer cajón, me detuve, nunca tuve permiso para abrirlo.
Fui una niña muy inquieta, me gustaba saber la razón de todas las cosas y pasaba el día preguntando hasta que las dudas resultaban ridículas, es por eso por lo que abría todos los muebles que se podían abrir en su casa e incluso los que estaban atascados desde hace mucho. Pensaba que su contenido cambiaría, como por arte de magia al día siguiente y que las copas serían de un cristal a medio esculpir, los libros de las estanterías cambiarían de historia y narrarían algo que me encantaría saber y que los cajones dejarían de tener sábanas o camisones para guardar algún misterio que me mantendrá en vela durante días.
Un día abrí ese cajón y rebusqué entre las telas, pero no lo suficiente, ya que mi abuela me interrumpió y me dejó grabado a fuego que aquel cajón jamás se abría, que era un favor que le podía hacer si ella me compraba chocolate o gominolas cuando mi madre no me dejaba; nunca pareció enfadada, sino asustada, preocupada de encontrar algo que parecía quemarme las manos. Obviamente, llegamos a un acuerdo y cada vez que iba a casa, comía todo aquello que mi madre no me permitía, de forma moderada para no delatarnos.
Sabía que le había prometido que nunca lo abriría, en ninguna circunstancia, incluso si ella ya no estaba, porque era una traición: ya no podía detenerme, pero sentía que aún me observaba desde algún lugar, que estaba rompiendo un pacto que nos había dado tanta complicidad. ¿Cómo era capaz de violar su confianza así?
Me reincorporé y me dirigí a la salida, con la mano a punto de pulsar el interruptor, eché una última mirada. No, no iba a hacerle eso, la respetaría hasta el fin de mis días.
Salí al pasillo, me dirigí al salón para ver que mi madre se encontraba mejor y había recogido un par de pertenencias que quería tener y que eran fáciles de trasladar, ya volvería otro día más sosegada para echar un vistazo y acicalar el piso antes de su venta.
Yo no quería que se vendiese, quería quedármelo y dejarlo como estaba, convertirlo en un refugio, en un recuerdo permanente que no se iría con el tiempo o con la edad, pero no sabía si sería capaz de mantenerlo o de entrar sin que el mundo se me viniese encima.
Me dejaron en mi piso, vivía en Lavapiés, en un estudio de no más de 30m2. A mi madre no le entusiasmó que lo alquilase, le parecía demasiado pequeño y el precio un poco alto para lo que se ofrecía, pero no fui capaz de encontrar otra cosa mejor y tampoco la quería, me gustaban los espacios pequeños, eran reconfortantes y tenían lo básico para vivir sin quebrarme mucho la cabeza. Inconscientemente creo que también lo alquilé porque estaba a quince minutos de casa mi abuela.
Entré en mi estudio, la luz de la tarde se colaba por las dos ventanas de techo, era la hora dorada y todo estaba bañado de un naranja agradecido, de esos que me hubiese detenido a observar en un día normal hasta convertirse en un violeta con la llegada de la noche. Aquel día solo podía verlo como un enemigo, como una de las peores nostalgias. No me percaté en lo desordenado que estaba todo, en que no había fregado los platos o hecho la cama en dos días, que la mesa que servía de comedor y de escritorio estaba llena de vasos con posos de café, de zumo y de refrescos rodeados de papeles con bocetos y mi portátil a medio cerrar; no había trabajado en dos días, desde que ella se fue.
Cuando era adolescente y hablaba de mi relación con ella, casi todos me miraban de forma extraña: era la típica edad en la que nos avergonzábamos de todo excepto de nuestros comportamientos más insolentes. Seguramente, yo también pasé por una mala racha, prefería no hacer el esfuerzo de recordarlo, pero nunca me avergoncé de ella, me fascinaba, siempre hubo algo que nunca conseguí descifrar y que le favorecía tanto.
Recordé que no había sido capaz de ser tan auténtica como ella, ni siquiera le había hablado de mí sin tapaderas, no me conocía de verdad; fue cuando el miedo de haber perdido el momento y no poder recuperarlo me golpeó tan fuerte que me dejó temblando en el rincón entre mi cama y la pared.
No había sido capaz de fiarme plenamente de la única persona a la que confiaría mi vida. Nunca se lo había contado.



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En el texto hay: lesbian, amor lgbt, lgbt+

Editado: 19.10.2024

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