Habían dado las diez de la noche y aún no tenía hambre, solo había tomado un vaso de agua en todo el día y sabía que me dolería el estómago en cuanto la adrenalina desapareciese, pero no importaba, no podía dejar de mirar esas fotos.
No había abierto el diario todavía, estaba hipnotizada por esa misteriosa mujer que aparecía en todas y cómo el lenguaje corporal de mi abuela cambiaba respecto al resto de fotos que me había enseñado que tenía en los álbumes.
Repasé el rostro de Nina por décima vez: la nariz pequeña, los ojos de gata, el pelo echado hacia un lado, ondulado, la postura informal, la presencia imponente. Era una mujerona, como diría mi madre.
Mi abuela, en cambio, era más pequeña, con los ojos más abiertos, el pelo recogido y la postura más recta, la presencia más inocente. Llevaba un vestido distinto en cada foto, parecía una pluma, una muñeca de porcelana que se rompe con solo mirarla. Me pregunté si fue decisión suya vestirse así, si no le dolería andar por la calle en tacones o se sentiría intimidada por los hombres que la miraban.
No sabía si había estado evitando dar caza a todas mis preguntas al no abrir el diario, era más fácil quedarme en las fotos y sacar mis propias conclusiones antes de que me las afirmase o las tirase por la borda; en ese momento, con las fotos en una mano, Nina parecía una amiga, y con la carta en otra, parecía una amante. Tenía que tomar una decisión.
Si Nina resultaba ser una amante, significaba que nunca quiso a mi abuelo, no de una forma romántica, o que quizá se encontraba en mitad de un triángulo amoroso y tuvo que decidir lo que era mejor para todos; de cualquier forma, nunca ganaba.
Abrí el diario, las primeras páginas no ocupaban ni tres líneas: eran microrrelatos de lo que hacía en su día a día, con diez años, desde el primer día que le regalaron el diario hasta los quince que dejó de escribir, sin motivo ninguno.
Pasé un par de páginas en blanco hasta que encontré más textos, esta vez más largos, de cuando tenía dieciocho: continuaba narrando su rutina, pero ya no lo hacía con esa pluma inocente y esas gafas de color rosa, veía el mundo más crudo, la sociedad más inflexible, a pesar de pertenecer a una clase privilegiada.
Eché un vistazo al final del diario para comprobar hasta donde había llegado después de toparme de nuevo con páginas blancas, la última página estaba escrita; retrocedí un poco y vi cada hoja escrita por las dos caras, excepcionando las que estaban arrancadas y habían dejado de rastro un trozo de papel: esas eran las que estaban en la carpeta. Por suerte, las había arrancado seguidas y había escrito la fecha en todas.
Aparté el diario y saqué las hojas de la carpeta, revisé las fechas y las ordené. Tenía en mis manos la cara B de la vida de mi abuela, no solo de mi abuela, sino de Valeria como persona independiente.
Miré el reloj de nuevo, las once y media. No tenía prisa, no había respondido a ningún correo, no había fregado los platos o hecho la cama y el mundo no iba a terminarse porque lo aplazase un día más. Nadie sabía que existía fuera de esas cuatro paredes.
Me aclaré la voz, suspiré y me puse recta contra el bajo respaldo de la silla. Comencé a leer.
9 de octubre de 1944.
Hace mucho que no escribo y tengo la sensación de que se me ha olvidado cómo hacerlo, he vuelto atrás por si encontraba algo que me ayudase a empezar, pero todo parecía demasiado absurdo: el día que mi padre me compró mi primera muñeca, la primera excursión que hice a sus galerías, la primera vez que me compré un vestido de mujer.
Casi las arranco, pero me dieron pena: ¿qué sería sin las pequeñas cosas que me formaron para ser la persona que quiero ser, que he conseguido ser hasta ahora? Son como las hojas que caen en otoño o los copos de nieve: ninguna igual, pero todas importantes. Pero releyendo las páginas me he dado cuenta de que nunca hablé de ella, me imagino que la consideraba demasiado importante como para incluirla entre las insignificancias.
Este diario fue mi mejor amiga antes que ella y lo considero una traición no echar cuentas de la persona que ha sustituido la necesidad de ser escuchada, de que alguien se guarde lo que digo, sin necesidad de obtener una respuesta, solo para saber que hay algo en el mundo que lo entiende. Nina es todo eso, son todos los diarios de piel que mi padre podría regalarme para dibujar o presumir de mi vida, pero con un propósito menos material; Nina también es un lugar, es mi lugar seguro.
La conocí cuando acababa de llegar de Sevilla sin nada más que una maleta de mano y la ropa que llevaba puesta, me parecía preciosa, una auténtica belleza andaluza, de las que veías en las revistas, en las películas o los comerciales de cosméticos; siempre creí que no eran reales, que había algo detrás que las hacía tan increíblemente hermosas, como el maquillaje que patrocinaban o las luces de los estudios, algún pañuelo que tapase la lente de la cámara y afinase su piel, pero me equivocaba, era belleza natural.
Visitó la galería de mi padre, era una de las mayores tiendas de moda femenina de la ciudad, aunque no la más asequible. Eso no parecía ser un problema.
Aquel día estaba mirando los vestidos de la nueva temporada, mi padre me había invitado a verlos y comprarme alguno bajo el pretexto de que era regalo de la casa; sabía que no me gustaba la exclusividad solo por ser su hija, pero no le importaba.
Mi intención era disimular, fingir que me interesaban e irme a casa sin nada, pero encontré un vestido que me fascinó: el cuello era en forma de V, azul turqués con topitos blancos, falda con volantes y cintura estrecha.
Fui a cogerlo para verlo mejor y fue cuando su mano también agarró la percha.
—¡Disculpe! No sabía que lo quería —me dijo.
—No se preocupe, puede quedárselo, en realidad solo estaba mirando.
—Oh, no, le queda mucho mejor a usted.
—¿Cómo lo sabe si ni siquiera me lo he probado aún?
—Soy observadora, a su tono de piel le favorece los colores suaves. Ahora mismo, por ejemplo, lleva un vestido azul claro; le realza la figura y ese tipo de cuello le favorece la clavícula. Se vería espectacular con ese vestido.
Debo admitir que me sonrojé y se me escapó una pequeña sonrisa que ella no tardó en devolver. Había escuchado a muchos hombres hacerme cumplidos más elaborados, pero el suyo, a pesar de no considerarse un piropo, me hizo sentirme más atractiva: se había fijado en atributos pequeño, en esos que ni siquiera yo tenía en cuenta.
—Me llamo Nina, por cierto.
—Yo me llamo Valeria.
—Un placer, Valeria.
—Igualmente, Nina.
—Si no le importa, puede tutearme. Ya nos hemos presentado y he conseguido convencerla de que se compre ese vestido.
—Estaré encantada de tutearla si usted me tutea también.
—Por supuesto.
—Y aún no me has convencido de nada.
Nina se río ante el cambio de tono y se acercó al vestido, lo cogió y puso mi mano en la percha. La agarré.
—Estoy siendo completamente sincera cuando digo que te verías preciosa en este vestido.
Lo dijo con una voz más baja y ronca, se había acercado un poco más a mí y pude ver que tenía los ojos verdes con motas marrones alrededor de la pupila, me puso algo nerviosa darme cuenta de esos detalles y que me parecieran tiernos, tanto que noté el calor en las mejillas. Aquello no duró tanto cómo yo recuerdo porque nadie se giró a mirarnos y pareció una interacción entre dos amigas, esa debió ser la primera señal: que para mí significase algo más.
Cuando la conocí parecía una mujer decidida, pisaba fuerte, pero pasaba desapercibida; con el paso del tiempo fue confiando más en mí y yo en ella hasta crear una burbuja que nos protegía de los ojos de los demás. Aun así, siempre tuve la sensación de que había algo que no me contaba, siempre guardaba algo para ella misma y eso me desesperaba. Tenía la incesante necesidad de saberlo todo sobre ella.
Creo que ignoré lo más obvio porque lo supe el primer día que la vi, parecía que nos habíamos conocido en otra vida y eso era una cosa que solo había escuchado en las historias que contaba la gente sobre como conocieron a su marido y mujer y no concebía la idea de que eso sucediese también entre nosotras. Lo dejé pasar por alto y esperé a que la tensión explotase cuando llegase el momento.
Hoy fuimos de visita a las tiendas del barrio, vivía dos calles más arriba que yo, en el piso que le había dejado de su tía.
Vimos varios escaparates, pero ninguno consiguió llamar nuestra atención: yo buscaba algún chaquetón y ella algún pantalón o chaqueta que le abrigase las blusas de seda que llevaba. Recuerdo que un día le robé un jersey viejo a mi padre que sabía que no echaría en falta y se lo regalé para que lo usase durante el invierno; no podía salir con él a la calle sin que la gente se girase a mirarla más de lo que ya lo hacían con los trajes de chaqueta que usaba, pero se lo ponía en casa para combatir el frío.
Al final me fijé en un chaquetón de una tienda pequeña, de carácter familiar.
Entramos y le pedí a la encargada si podía probarme el chaquetón, Nina se quedó mirando la sección de hombre, con la atenta mirada de la encargada; probablemente pensase que sería un regalo para su novio, pero Nina no lo tenía. Nunca lo tuvo.
Me probé el chaquetón y le pedí a la encargada que me lo guardase mientras Nina se disponía a entrar en el probador con un pantalón de hombre.
—¡Disculpe, señorita! —gritó la encargada.
—¿Sucede algo? —preguntó Nina.
—No puede probarse la ropa de hombre.
—Disculpe, no es para mí, sino para mi prometido. Verá, ambos tenemos una constitución similar: somos igual de altos y delgados y tenemos una cintura parecida. Como él está trabajando y nunca tiene tiempo de ir bien arreglado, aprovecho para comprarle algo mientras no está y tomar las medidas. Sé que es extraño, pero solo quiero lo mejor para él, disculpe si es algún inconveniente.
—Oh, en ese caso no hay ningún problema, tiene suerte de tenerla, cuida usted muy bien de él.
—La suerte la tengo yo.
Nunca sabía de dónde sacaba el tiempo y la imaginación para inventarse tales excusas, y cómo conseguía que funcionasen. Parecía otra persona: abría más los ojos, usaba una expresión de inocencia y ansiedad que hacía a todo el mundo sentirse mal por llamarle la atención; juraría que su voz era más aguda y que, incluso, ella parecía más pequeña.
Entró en el vestidor para probarse los pantalones y dejarlos en la caja mientras yo miraba las blusas de gasa: tenía varias faldas largas en el armario que podría combinar con alguna durante este otoño. Seleccioné una y me metí en el probador.
Sin desabrocharme el vestido me probé la blusa encima, la hizo más abultada, pero me quedaba bien a pesar de llevar otra prenda debajo. Cuando fui a quitármela, se me enganchó al pendiente. Entré en pánico.
—¿Nina?
—¿Sí, Valeria?
—¿Crees que podrías entrar y ayudarme?
Escuché la puerta abrir y cerrarse, y una pequeña risita contenida después.
—¿Qué has hecho? —me preguntó, intentando no reír.
—¡No es gracioso, Nina! Se me ha enganchado al pendiente y no puedo tirar porque me duele, ¡son pendientes muy caros!; como se dañen, mi padre se va a disgustar.
—Son solo un par de pendientes.
—Me los regaló por mi décimo octavo cumpleaños, no me gustaría tener que tirarlos.
Vislumbré como Nina se acercaba a través de la blusa. Intenté zafarme de ella una vez más, pero no hubo éxito.
—No te muevas.
Me agarró la cintura para dejarme lo más quieta posible, no empleó mucha fuerza, pero sí la suficiente para mantenerme recta y notar la tensión de sus dedos.
Cuidadosamente, buscó el pendiente enganchado: al parecer había un hilo suelto y estaba enredado en una anilla. Consiguió sacarlo con delicadeza y quitarme la blusa.
Volví a ver los mismos ojos que el día que la conocí, igual de verdes, con motas marrones alrededor de la pupila. Tenía el pelo de un color más cobrizo de lo normal, los párpados tan insinuados como los de un gato.
Acercó la mano a mi cara y la giró lentamente para comprobar si me había hecho alguna herida.
—No tienes nada, no te preocupes, pero la próxima vez revisa que no haya ningún hilo suelto en la prenda.
Continuaba sin poder articular palabra, seguía mirando esos ojos, los pequeños surcos que se acentuaban cuando sonreía.
—¿Estás bien, Valeria? Oh, espera, te has manchado.
Me miré en el espejo y vi como tenía en la mejilla restos de carmín.
Volvió a acercarse a mí y a sujetarme la cara. Pasó el dedo por la mejilla hasta que el exceso de rojo desapareció.
El corazón me palpitaba en los oídos, seguía sosteniéndome la cara y solo dejé que la tensión explotase. Por un momento, dudó sobre si debía apartarse de mí o no, aunque no quisiera; se abalanzó un poco más y no tuve más remedio que retroceder hasta chocarme con la pared.
Nos detuvimos tras escuchar a la encargada preguntar si todo iba bien. Me costaba respirar y pensaba que me iba a desmayar de un momento a otro, ya no sentía pulso alguno, podría morir y no importaba.
Llegué a casa segura de dos cosas: que fue una sorpresa, para ambas, que me atreviese a besarla y que estoy irremediablemente enamorada de ella.