Todo lo que nunca te dije

6

15 de octubre de 1944.

Hay una librería a la que siempre acudo cuando busco respuestas, en realidad, es mi librería favorita.
Está en el pasadizo de San Ginés, a dos minutos de casa, y comparte nombre con la calle; no tiene un establecimiento, sino que las estanterías y las mesas se encuentran a pie de calle. Si te adentras un poco más en ese pasillo, llegas a una callejuela muy tranquila con varios comercios y un arco que desemboca a la calle principal.
Allí compré mi primer libro, una colección de poemas de un poeta que ahora no recuerdo: la cubierta era gris, con un forrado muy similar a la tela, y las letras grabadas en negro. Era de segunda mano y se podía apreciar el desgaste por el uso, pero eso fue lo que más me cautivó.
Cuando quiero saciar mi interés sobre algún asunto, madrugo para indagar en los libros antes de que la calle comience su actividad habitual y vuelvo cuando el sol comienza a salir.
Pese a mis intentos por persuadir a mi padre de que me permita ir sola, obliga a Soledad a acompañarme, y siempre intento reducir esas salidas lo máximo posible; ella me presta una atención inhumana durante el día y no me gusta interrumpir su descanso.
No obstante, el otro día me di cuenta de que Nina no conocía aquella librería porque nunca se lo había mencionado; con todo lo que estaba ocurriendo entre nosotras, me pareció una bendición salir con ella a horas tan tempranas y a una calle tan poco habitada.
Tardé más de lo que estimé en convencer a mi padre de organizar una salida con Nina, tuve que rebatirle que Soledad y ella cumplían la misma función: no dejarme sola.
Mi padre veía a Soledad como una figura de autoridad y mi madre, como a una sirvienta que tenía que alimentar cuando ni siquiera ella cocinaba. Todo lo que sentenciase mi padre se debía cumplir, y si él no consideraba oportuno dejarme a solas con Nina, mi madre tampoco, aunque careciese de importancia para ella.
Intenté actuar como la joven desprotegida que me considera y explicarle que Nina no conocía aquel lugar, que era mi favorito, y que quería compartir con ella un rincón tan especial como él hizo conmigo cuando era más pequeña. Inexplicablemente, funcionó, pero bajo la condición de no vagar mucho por las calles, solo ojear los libros y volver por la misma calle que habíamos recorrido. Le mentí cuando dije que no tenía nada que temer, que no me adentraría en el pasadizo ni en la callejuela de atrás.
Nos volvimos a ver, después de la escena de la azotea, y pese a que hicimos lo mismo de todas las tardes, nada parecía igual. Nina posee una luz que es digna de admirar, muy cegadora para los sentidos, que siempre he visto brillar de una forma muy concreta; esa luz continuaba presente, pero centelleaba de forma muy distinta, daba otro color a su piel y a sus ojos. Parecía revitalizada y se me hacía impensable creer que yo fuese la causa.
Le hablé de mis intenciones cuando estábamos en la terraza de una cafetería.
—¿Crees que mañana podríamos vernos de madrugada? Me gustaría enseñarte un lugar.
—Sabes que debemos ir con cuidado, ¿verdad?
—No hay nadie en la calle a esas horas, y menos a donde quiero ir.
—¿Lo saben tus padres?
—Tardé toda la mañana en convencer a mi padre, me hizo prometer que no vagaríamos por las calles.
—Por como lo has dicho, pretendes lo contrario.
—¿Confías en mí?
—A ciegas.
De forma casi invisible, rozó con los dedos mi mano, que estaba sujetando la taza de café. Fue un gesto mínimo, tan suave que apenas lo sentí, pero hizo que se me erizase la piel. Estaba llena de talentos, incluso para esconderse.
—Me gustaría cogerte de la mano. —le dije.
—Y a mí besarte en cada rincón de esta calle.
Una ola de calor me golpeó en el cuerpo, fue como una quemazón ascendiendo por el pecho.
—Por suerte, tu problema tiene una solución más sencilla. —me dijo.
Me cogió la mano, sin miramientos, sin pausas por las dudas, y la acercó al centro de la mesa.
—Es tan fácil halagar a una amiga por la sortija que lleva en su dedo. —decía, mientras recorría mi mano con los pulgares. —Puedo apreciar el oro rosa y los pequeños diamantes a los lados de la piedra principal.
Dio la vuelta a mi mano y acarició la palma con sus dedos, giró el anillo, jugó con él un poco y me lo quitó.
—A la luz del sol puedes observar cómo rebota en el diamante más grande y crea un destello de muchos colores.
Volvió a ponerme el anillo, yo estaba absorta en cada movimiento que hacía; nuestras miradas se encontraron al mismo tiempo, pero ella la apartó antes.
Podría haberme pedido cualquier cosa en ese instante, sin importar lo que fuese, y hubiese aceptado sin dudarlo.
Debí llegar a casa volando porque no recuerdo caminar, estoy en una nube desde entonces. No he parado de mirar el anillo, de quitármelo y ponérmelo una y otra vez para comprobar si sentía lo mismo.
Solo funcionaba si cerraba los ojos, daría lo que fuese por casarme con ella.



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En el texto hay: lesbian, amor lgbt, lgbt+

Editado: 19.10.2024

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