16 de octubre de 1944.
Apenas dormí la otra noche, me desvelé una hora antes de lo previsto. No quería ocasionar ningún ruido y sabía que, si me levantaba de la cama, comenzaría a dar vueltas por la habitación, a cepillarme el pelo hasta quedarme sin mechones y a sentir ese hormigueo en las extremidades de nuevo, así que me dediqué a mirar por la ventana del lateral de mi cama hasta que llegase el momento.
Uno de mis mayores miedos era que nos convirtiéramos en dos extrañas, todavía es un temor que me persigue. En esos momentos en los que la mañana no está, pero tampoco se queda, me asalta como un fantasma, me hace pensar cuánto tiempo llevará que la magia se acabe, parece que estemos desafiando a la suerte.
Tuve la sensación de que el cuarto se hizo más oscuro y pequeño, comencé a sentir un miedo irracional a todas las partes que no conseguían iluminarse por la luz de la calle, y no vi más opciones que levantarme de la cama y encender una luz. Miré el reloj de muñeca de mi tocador varias veces, la llegada de la madrugada se hizo eterna.
Salí de casa con la máxima prudencia, eran las seis de la mañana. Encontré a Nina esperando en la puerta, la calle tenía una tonalidad azul y estaba vacía, había una bruma muy espesa y fría.
Comenzamos a caminar rumbo a la librería.
—¿Me vas a decir a dónde vamos?
—A una librería, pero sin establecimiento. Se encuentra a pie de calle.
—¿Cómo un puesto ambulante?
—No, en realidad tiene varias casetas que funcionan como estanterías y una más grande que sirve como almacén.
—¿Y qué tiene de especial más allá de eso?
—Es mi lugar preferido del barrio y de la ciudad, aunque no haya podido ver más allá de Sol. Me di cuenta de que nunca te había hablado de ella.
Cuando llegamos, el dueño estaba colocando las mesas y estanterías.
—Buenos días.
—¡Señorita Valeria! Buenos días, viene usted temprano.
—Sabe que me gusta venir cuando no hay nadie.
Le vi mirar a Nina y detrás de mí.
—¿Le ha sucedido algo a Soledad?
—En absoluto, no se preocupe. Hoy quería venir con mi amiga para enseñarle mi rincón favorito del barrio.
—Un placer conocerla, señorita.
—Igualmente. —respondió Nina.
Dejamos que terminase de acoplar las últimas mesas mientras nos centrábamos en las que se encontraban al principio.
Leí los índices de los libros de ciencias y filosofía, esperando encontrar una sección que hablase de la atracción entre dos personas del mismo género, pero no encontré nada. Estaba buscando una palabra, un símbolo, cualquier cosa que me ayudase a mirarme en el espejo y saber quién se estaba reflejando.
—¿Buscas algo en concreto?
Me sobresalté al escuchar su voz, Nina se encontraba en frente de mí.
—Tengo curiosidad.
—¿Sobre qué?
Busqué al dueño, estaba terminando de colocar las mesas del otro extremo.
—Sobre nosotras.
Su expresión cambió: tenía el rostro rígido, el ceño fruncido de preocupación. Nunca le había visto tener miedo.
—No deberíamos hablar de esto.
—Quiero saber por qué me siento de esta forma.
—¿Y crees que vas a encontrar la solución en un libro?
—Siempre que tengo dudas, acudo a los libros.
—Si fuese un hombre, ¿vendrías a buscar respuestas?
Mis motivos resultaban patéticos. Sabía, aunque no quería admitirlo, que si hubiese sido Martín quien me hubiese formulado esa pregunta, sería un escenario tan absurdo que resultaría insultante.
Nos despedimos del dueño y la llevé a través del pasadizo cuando me aseguré de que el hombre de la librería no miraba. Llegamos a la callejuela donde se encontraba el arco que salía a la calle principal, todos los comercios y ventanas estaban cerradas.
—El amor es una reacción irracional, Valeria; no hay teoría, ciencia o práctica que cambie eso. Tendrían que arrancarte el corazón.
—Solo quiero saber si hay más mujeres como nosotras.
—¿Y por qué no me lo has preguntado?
—Porque temo no estar a la altura.
—¿De qué?
—De tus expectativas. Desde que te conozco, he visto a una mujer que tiene todo bajo control, que sabe más de la vida que la vida de sí misma y temo que descubras que yo me he quedado atrás, que vivo en la inexperiencia.
—Valeria, eso es ridículo.
—¿Por qué?
—No necesito a alguien que conozca lo que yo sé, sino a alguien que vea el mundo como yo no logro verlo; consigues que hasta el día más nublado merezca la pena. Además, estoy aterrorizada todo el tiempo.
—¿De lo que nos pueda pasar?
—De lo que te pueda suceder a ti.
Había perdido la cuenta de las veces que la escuché decir eso. No quería preguntárselo.
—¿Te arrepientes?
Miró a nuestro alrededor, los balcones seguían cerrados, la calle, vacía. Habitaba un silencio que intimidaba, la ciudad parecía nuestra.
—Prefiero morir de miedo antes que separarme de ti.
Se acercó y me besó en la comisura de los labios, después en la frente y no pude evitar abrazarla tan agresivamente que nos tambaleamos.
Era la primera vez que me fijaba en como olía; no parecía un perfume porque no era lo suficientemente fuerte, ni el jabón de su pelo, pues no resultaba tan dulce. Entonces lo recordé: olía a amor eterno. A azahar.