Volví al piso una hora después, tan cargada que solo podía acordarme de mi madre y de por qué no atendí a su consejo cuando me dijo que me comprase un carro. Subí dos veces en el ascensor para transportar las bolsas con más facilidad y al cerrar la puerta del estudio, las dejé caer, tirando varios productos al suelo.
Resoplé, vi que en la mesa aún seguían el diario y la carpeta y antes de recoger las bolsas, me acerqué para retirarlas y evitar que se estropease cualquiera de las dos cosas. Cogí las bolsas y las cosas que se había caído y comencé a colocar.
A muchos les parecía tedioso, pero para mí, las tareas cotidianas era una forma de evasión: preocuparme por tener una nevera ordenada impedía que me obsesionase con los pequeños detalles, con los gestos o las entonaciones de las personas.
Si era posible, no descansaba entre labores, para poder alcanzar un estado de cansancio total y así no dejar espacio a la imaginación.
Después de colocar, de limpiar y de comer me tumbé, extasiada, en la cama: era agotador cuidar de mí.
Saqué las fuerzas para reincorporarme y continuar con la lectura del diario, tan atrapante que me hacía olvidar que respiraba y vivía en un mundo lleno de responsabilidades; era como entrar en una simulación, lo más parecido a soñar y dejar tu cuerpo en tierra.
Leí sobre la librería a la que solía ir, la Librería San Ginés, y tuve el impulso de ir a visitarla, sentía gran curiosidad, pero temía sentirme demasiado abrumada.
Debatí todas las opciones: ir y que no sucediese nada, ir y que me quedase paralizada, ir y que rompiese a llorar, no ir y arrepentirme… Sabía que podía visitarla otro día, quizá era demasiado pronto, pero si no lo hacía, entonces el lugar perdería efecto y pasaría a ser una calle más donde dos mujeres pasaron un par de minutos.
Respiré hondo y busqué cómo llegar, resultaba estúpido que fuese incapaz de orientarme en mi propia ciudad. Para mi sorpresa, no estaba tan lejos como creía, tardaba menos de doce minutos en autobús.
Llegué con el corazón descompasado, me pitaban los oídos; la calle no había cambiado demasiado en comparación con lo que había leído.
La librería seguía intacta, los tejados de las casetas y las placas de las calles parecían antiguas, me impactó encontrarme con un pedazo de un Madrid remoto en mitad de la civilización.
Las mesas estaban ocupadas por gente buscando libros, pero el pasadizo seguía igual de vacío que mi abuela recordaba. Me aventuré a cruzarlo, mientras pasaba los dedos por la pared, y me detuve antes de girar la esquina; tuve la sensación de que, si giraba, las iba a encontrar en una cápsula de color ámbar, ajenas a lo que sucedía a su alrededor.
Al torcer la esquina, la pared estaba vacía. Miré hacia arriba y pude ver los balcones, las farolas y que aquel edificio era, en realidad, parte de una iglesia, y me pareció irónico, tanto que se me escapó una risa: sin saberlo, habían desafiado al mundo.
Me estremecí al percibir un olor a azahar, eché la vista hacia un lado y vi a una mujer mayor observándome desde el rincón. Me mantuvo la mirada unos segundos, creí verla confundida. Dio la vuelta y se marchó.
De camino a casa, pensé en las probabilidades de que fuese ella y analicé cada detalle que me había dado tiempo a memorizar: vestía un traje negro, era alta, con una presencia arrolladora. Llevaba el pelo corto y gris, los labios pintados rojos y los ojos… Los ojos parecían felinos, pero no lo podía afirmar con seguridad; tampoco pude ver su color a causa del sol.
Volví a repasar todos los rasgos hasta que se convirtieron en una masa que no se parecía a la mujer que había visto ni a la Nina de las fotos. Desistí.
Llegué al portal casi anocheciendo, me pareció ver a una mujer llamando al telefonillo.
—¿Julia?
Se giró.
—Ya decía yo que no estabas en casa.
—¿Qué haces aquí?
Levantó las manos para enseñarme las bolsas de plástico.
—Traigo la cena.
—¿Estás en serio?
—Solo quiero hablar.
—¿No has tenido suficiente esta mañana? Además, ¿de qué vas a hablar? Lo dejaste todo muy claro.
—¿Puedo subir o no?
Miré las bolsas, recordé el desayuno de la mañana.
—Está bien, pero solo porque te has gastado bastante dinero hoy y no quiero volver a verte mañana.
Abrí el portal y dejé que entrase primero. Subimos en ascensor, el silencio era demasiado incómodo y el olor de la comida china demasiado fuerte; todo estaba siendo demasiado extraño y me resultaba irritante.
Entramos al piso y dejó las bolsas en la mesa.
—¿Y estas fotos?
No recordaba que me había dejado la carpeta abierta.
—Algo que mi abuela me dejó.
—¿Cuál es?
Me acerqué y la señalé.
—Parecía muy dulce. ¿Y la otra mujer?
—Es complicado.
—¿A qué te refieres?
—A nada importante.
—¿No me lo vas a contar?
Fui a la cocina y saqué unos platos, ignorando la pregunta. Actuaba como si nada hubiese pasado, como si la discusión de hace unas horas y los últimos meses no hubiesen existido.
—¿Cómo lo haces? —respondí.
—¿El qué?
—Fingir que no ha pasado nada.
Nos quedamos un momento en silencio, creo que ni siquiera ella sabía la respuesta.
—¿Qué esperas de mí, Julia? Me envías un mensaje muy confuso en mitad de la noche y te presentas en mi puerta después de no llamarme durante meses. Me echas en cara las mismas cosas de siempre y, por si eso no fuese suficiente, te vuelves a presentar aquí como si nada de eso tuviese un efecto. ¿Qué estás haciendo?
—No lo sé.
—Fuiste tú quién se marchó.
Comenzó a sacar los envases de comida, me quedé mirándola. En realidad, sentía pena por ella, estaba frustrada y lo entendía: ninguna razón le parecía demasiado buena.
—A veces creo que mi cabeza está llena de cables que se enredan cada vez más hasta formar un nudo que es imposible deshacer si no se corta, y cuando lo hago, lo que queda de ellos consigue volver a enredarse en una unión más fuerte; no importa lo que haga, siempre tendrá una repercusión mayor.
Hizo una pausa mientras jugaba con la tapa de plástico de un túper, tenía la mirada en otra parte.
—Si quieres saber por qué estoy aquí, no voy a poder responderte. Solo sé que un día me levanté y me di cuenta de que lo nuestro no merecía la pena, pensé que lo mejor sería dejarlo y pasar página, pero no hay noche que no me pregunte si podría haber hecho más.
—Sabías que no había salido del armario todavía y, aun así, no te importó.
—Y al principio era verdad, creí que podría acostumbrarme a un tipo de privacidad, pero todos parecían tan orgullosos de poder demostrar su amor al mundo que sentí recelo y comprendí que necesitaba a alguien sin condiciones.
—No necesito demostrar nada para que sepas lo que siento por ti. Yo jamás te habría obligado a salir si no te hubiese sentido preparada.
—¿Alguna vez te has sentido preparada?
No. Nunca era el momento adecuado y nunca sabía por qué.
—Lo habría hecho eventualmente.
—Cuando tu madre me llamó el otro día, se refirió a mí como tu amiga. Ambas sabemos que eso no es verdad.
—¿Entonces por qué tienes ese sentimiento de culpabilidad?
—Porque creo que ambas nos prometimos lo que no podíamos dar, quizá no éramos tan importantes la una para la otra.
—Eso es ridículo, tú me importas.
—¿No crees que, si fuésemos las personas adecuadas, algo de esto hubiese importado? Yo me hubiese quedado y tú habrías hecho un esfuerzo.
—¿Insinúas que no nos quisimos?
—No lo suficiente.
—Pero me envías un mensaje de madrugada, ¿no?
—Fue un momento de debilidad, sí te echo de menos, pero como amiga.
Me agarraba con tal fuerza a la encimera que noté como las unas se quebraban, notaba una presión en la cabeza y alrededor de los ojos, tenía la garganta cerrada y sentía burbujas en el pecho por el esfuerzo de retener el llanto.
—¿Cómo pretendes que sea tu amiga después de esto?
—Porque sabes que tengo razón.
Miré las bolsas y la comida que había sacado, a estas alturas ya estaría fría.
—Creo que deberíamos cenar.
—Claro.
Comimos en silencio, una frente a la otra, sin levantar la mirada. La cabeza era una bomba de relojería, escuchaba las venas bombear demasiado deprisa y sonora, parecía que iban a explotar en cualquier momento.
No dejé de pensar en su teoría: la peor parte es que resultaba tan descabellada que parecía cierta. Quizá tenía razón, quizá nunca estuve enamorada de ella.